viernes, 16 de septiembre de 2016

Deseo

Deseo

   La miró. Sus ojos se posaron en los labios, carnosos, marcados, e imaginó que los recorría con la lengua.
   Ella parecía ajena a todo, ensimismada  en la lectura de un libro.  Él le siguió recorriendo los labios con la lengua. Después bajó la mirada al cuello, blanco, suave, con un par de pecas en el costado izquierdo y no pudo resistir la tentación de besarlas.
   En ese instante, lo invadió el aroma del perfume, el mismo de todos los días. Entonces aspiró profundo y bajó desde el cuello hasta el pecho.
   Ella seguía leyendo. Casi inamovible. La camisa blanca, semi desprendida, dejaba ver una parte de sus senos que, apresados en un corpiño de encaje negro, se movían al ritmo de la respiración.
   Él comenzó a besarlos. Primero de forma suave, luego con más intensidad, hasta correrle el corpiño con la lengua y dejar al descubierto el pezón izquierdo. Lo observó un momento, su piel se erizó y se dispuso a abarcarlo con la boca, la lengua, los dientes, los labios.
   Pero ella cerró el libro, ordenó los apuntes y se puso la campera al mismo tiempo que le dio la espalda y se retiró del lugar.
  Él, del otro lado de la ventanilla del bufette, la siguió con la mirada hasta que se perdió entre la gente. Tendría que esperar hasta el día siguiente para seguir soñando con esos senos y quizás llegara hasta el ombligo. O tal vez se animara a saludarla por su nombre cuando ella le pidiera el café, desde el otro lado de la maldita ventanilla.


martes, 2 de agosto de 2016

Muerte

Muerte

   Había tenido una mala noche. Dar vueltas, solo, en la cama, lo ponía de mal humor. Ese mal humor le impedía conciliar el sueño, lo que provocaba que diera más vueltas en la cama. Y se tornaba en una situación de nunca acabar.
   Entonces se levantaba y acercaba a la ventana para observar, entre las rejas negras, la luna llena que iluminaba el paisaje. La ventana era estrecha y estaba ubicada a una altura de dos metros del piso, por lo que debía subirse a un pequeño banco y pegar su nariz a las rejas mientras se paraba con la punta de los dedos del pie.
   Todo ese esfuerzo era en vano, su mente estaba ajena a lo que veían sus ojos. Por su mente pasaban palabras, frases, párrafos. Desfilaban, también, cuerpos de mujeres voluptuosas, el agua, su gran aliada, y la figura dominante de la madre.
   Era en ese momento cuando, sin control alguno, empezaban los gritos y los golpes en la pared. ¿Dónde habían dejado su cortaplumas? Entonces entraban los enfermeros. Era la hora de la pastilla.
      Luego, la puerta se cerraba. Sin inmutarse, él continuaba sentado en la cama escrutando el cielorraso.
   Por momentos, bajaba la mirada y se quedaba observando la pared. Pero había algo en esa pared blanca que lo perturbaba. No estaba seguro de qué era; podía ser el color, podían ser las grietas o, tal vez, la figura de su madre que todos los días lo visitaba.
   Con la sonrisa y los brazos abiertos, salía del revoque, lo estrechaba entre sus brazos, y se dedicaba a caminar de un lado a otro de la habitación, dándole indicaciones.
   De repente desaparecía y reaparecía con la misma vehemencia. El dedo índice en alto, señalando, en el aire, nerviosa. Su voz se elevaba, sin embargo nadie parecía escucharla.
    Y el padre, con la amante de turno, que se tumbaba en el colchón; se encargaba de provocar los gritos de furia de la madre.
   Guy trataba de apartar a esa mujer, intentando sacarla de su cama, agitando los brazos con la mayor fuerza posible, para nadar en esa habitación que estaba desbordada de río, hasta el cielorraso. Y gracias a esa fuerza, que había desarrollado desde la juventud, lograba tirar a la amante, al suelo.
   Los gritos no cesaban. Loca, loca, loca. Puñetazos al aire, a la cama, a la pared, a la perturbadora pared.
   Frente a tanto alboroto, se abría la puerta. Los enfermeros ingresaban con el chaleco de fuerza, encontrando a Guy tirado en el piso. Y la escena se repetía, como tantas veces. Lo tomaban de las piernas y del torso, y lo tiraban sobre el colchón.
   Entre gritos y blasfemias, él se defendía moviendo el cuerpo como si fuera un gusano. Se arqueaba y se estiraba con rapidez. Por eso, los enfermeros lo sujetaban con más fuerza y con una envidiable habilidad y destreza, le ponían el chaleco de fuerza alrededor del cuerpo.
   Con los brazos pegados al torso, Guy se quedaba sentado en la cama. La respiración agitada, los ojos rojizos, las manos rígidas.
   La pared seguía blanca, por más que se empeñara en tratar de cambiar el color con la mirada. Hubiera preferido el color agua, pero ellos la mantenían blanca.
   De tanto observar la pared, descubrió que ya no estaba. Un mundo nuevo se desplegaba ante sus ojos.
   Entonces esbozó una sonrisa y bajó los párpados. Casi sin mover la cabeza, se miró el chaleco de fuerza y se quedó sentado, tieso, mirando el piso. Había tomado una decisión: irse; y se fue. La mirada inerte, el corazón sin ritmo, la sangre fría, los músculos inmóviles.
   Se miró al espejo, y alisó la parte delantera de la chaqueta. Estaba impecable.
    Sobre el mueble contiguo al espejo, había dejado el perfume. Se aplicó unas gotas en el cuello, y en los puños de la camisa.
   Con paso rápido se dirigió hacia la puerta, salió y cerró con llave. Ya en la calle miró, el cielo: era un día perfecto para navegar. Sabía que ella lo estaba esperando en el muelle.
   El agua estaba calma, contrarrestaba con el corazón de la joven, que latía acelerado, esperando. La respiración agitada, hacía que los pechos rebosaran aún más sobre el pronunciado escote que los dejaba casi al descubierto.
   A lo lejos divisó un carruaje gris oscuro, tirado por dos caballos. Era Guy que llegaba a toda prisa.
   Al descender, agitó su brazo a modo de saludo y se acercó al muelle casi corriendo. La joven esbozó una sonrisa.
   Él la invitó, con un gesto, a abordar el Bel Ami. Sin decir una palabra, la tomó de la cintura para ayudarla a subir.
   El yate emprendió la retirada y al cabo de unos minutos se perdió de la vista, del agua, del mundo; y dejó de respirar.


Ficción sobre Guy de Mauppasant
  Publicada en Grandes periodistas. Grandes Escritores (Volumen II). 
Ediciones de Periodismo y Comunicación. F.P. y C.S. UNLP 

lunes, 11 de julio de 2016

sábado, 25 de junio de 2016

25 de junio

25 de junio

Era joven. Cincuenta años para morir es poca vida.

 
   En la galería del segundo piso de la mansión retumbaban sus pasos. El eco se producía sórdido, al ritmo de su caminata y acrecentado por la soledad del lugar. 
    Mientras hacía el recorrido desde el comedor hasta la habitación del piano, se dedicó a observar el parque a través de cada ventana. Desde la última podía apreciar una de sus estatuas preferidas, la de los nenes jugando en el tobogán. Más atrás, veía el lago en el que alguna vez disfrutó sus tardes.
   Al llegar al piano, sin sentarse, garabateó tonos con sus flacos dedos pero la mente y la mirada estaban ausentes.
   El nuevo siglo lo acompañaba cargado de pesadumbres mayores, ausencias eternas y soledades insoportables. Sólo por momentos, sus hijos le colmaban el alma. Sin embargo su pasado lo atormentaba con frecuencia al punto de paralizarlo.
   Le dolía el cuerpo, le dolía el alma y no pasó el verano.  Junio se llevó su historia, su voz, su música, su baile y su naturaleza humana. 

martes, 7 de junio de 2016

El último jueves

El último jueves


Cuando Mariano levantó la vista, su mirada se perdió más allá del vidrio de la ventana. Tres golpes secos en la puerta de entrada lo hicieron retornar a la realidad. Sin embargo, aún seguía pensando en la palabra correcta.
   Se levantó sin prisa del sillón, que se encontraba al otro extremo de la habitación, y caminó con paso lento hacia la puerta. Al abrirla, sólo encontró un papel doblado, en el piso. Se agachó, lo tomó y al desdoblarlo vio que tenía dos manchas de sangre en el centro.
   A pesar de que no había nada escrito creyó haber entendido el mensaje. Regresó a su sillón, tomó la pluma y siguió escribiendo.
El papel en su bolsillo comenzó a mancharle la chaqueta pero él seguía ensimismado en su escrito, con la firme convicción de que la revolución debía llevarse a cabo con sangre o no prosperaría. Las picas en la Plaza de la Victoria avalaban su pensamiento. Escribió las últimas frases, dejó la pluma en el tintero y comenzó a leer su texto.
Tras la lectura, apoyó la hoja sobre el escritorio y dio por terminado su trabajo. Sólo quedaba el último detalle: difundirlo.
   Mientras las gotas de sangre fresca continuaban expandiéndose por la tela de su chaqueta, afuera, en la calle, comenzaron a escucharse las primeras gotas de lluvia chocando contra el suelo.
   Mariano apagó las velas y se fue a su habitación. Se desvistió,  se acostó y se durmió profundamente, sin saber que sería el último jueves que dormiría en su cama. Se durmió sin estar al corriente de que en unos días lo harían embarcarse rumbo a Inglaterra pero con la sospecha de que Cornelio no dejaría un solo paso librado al azar.
   Y mientras Mariano yacía descansando, se secó la sangre de la chaqueta, que estaba sobre la silla de la habitación, dejando una huella imborrable. 




jueves, 12 de mayo de 2016

Secreto a tumba abierta

Secreto a tumba abierta

   Lo sabía. Sin embargo, cada noche, cerraba los ojos y dormía de manera profunda.
La respiración marcaba el ritmo: lento, pausado, plácido. Y cada mañana despertaba renovada para ensayar un nuevo capítulo de la obra de teatro.
   Las pruebas eran asimétricas. Algunos días resultaban impecables; otros, irreproducibles.
  Cuando esto último ocurría, el director de la obra no podía creer que fuera la misma. Pero ella se esforzaba tanto que tras cada desastre, él le daba otra oportunidad.
   Entonces llegaba la noche y ella cerraba los ojos  y dormía en forma placentera, o eso
creía, para despertar al día siguiente por la mañana y enfrentar un nuevo ensayo.
   El director procuraba distribuir dificultades diferentes en el escenario, para romper la monotonía. Dificultades que no siempre eran fáciles de sortear.
   Pero ella lo sabía y, algunas veces, hacía su mejor esfuerzo y  lograba resultados sorprendentes. Otras, simplemente se dejaba llevar, sólo para volver a dormirse.
   Y cada vez que apoyaba su mejilla en la almohada, recordaba lo que sabía, intentando borrarlo de la mente. No lo negaba, pero se obligaba a correrlo de escena, como si sólo fuera una parte lejana del foro. Mutis por el foro.
    Entonces, iba cavando su propia fosa. Noche a noche la profundizaba varios centímetros. Mutis por el foro.
    Sabía que un día cualquiera, casi con seguridad, caería dentro. Pero eso era un secreto, un secreto a tumba abierta.


Paula

sábado, 16 de abril de 2016

¿Cuándo fue que empezamos a apartarnos de la vida y a creer que vivir ya no importa?

miércoles, 9 de marzo de 2016

Lo gris

Lo gris

Lo gris se me figura angustia,
se me figura plomo,
soledad, trastorno.

Lo gris se me figura llanto,
algo pesado,
algo arrastrado.

Lo gris se me figura todo,
se me figura nada,
se me figura un mundo.

viernes, 4 de marzo de 2016

Manos de tierra

Manos de tierra



   Del motor comenzó a salir humo blanco. Julio hizo un movimiento brusco con el volante para esquivar una piedra pero no pudo. El neumático delantero izquierdo se pinchó.
   Entonces frenó, se bajó del auto, levantó el capó y empezó a mirar el motor de un lado al otro como si estuviera tomando fotografías con sus ojos. ¿A quién engañaba? Si no sabía nada de mecánica.
   El viento soplaba cada vez más fuerte, por lo que tenía que entrecerrar los ojos; sin embargo a lo lejos divisó un bulto que se acercaba por el camino de tierra.
   Era un auto pequeño, blanco, que levantaba una sofocante polvareda tras de sí. Julio se paró en el medio del camino y comenzó a agitar los brazos por sobre su cabeza. El auto que venía en dirección contraria detuvo su marcha y el conductor bajó sonriendo.
   El polvo cubría la escena pero Juan ya había visto que era su amigo quien pedía auxilio al otro lado del camino.
   Recién cuando estuvo a cinco metros de Julio, éste lo reconoció y lo saludó con un abrazo que pareció interminable. Hacía siete meses que no se veían.
   Caminaron hasta el auto averiado y tras observar en forma genérica Juan le pidió a su amigo que abriera el baúl para tomar herramientas.
   Entonces lo vio. Debajo de los destornilladores y a la izquierda de la rueda de auxilio estaba el álbum verde, ese que compilaba las fotografías tomadas por Julio y que alguna tarde habían acomodado juntos.
   En pocos segundos la cabeza de Juan fue una catarata de recuerdos. Abrió el álbum y vio la primera fotografía. Esos ojos negros de pupilas penetrantes que se clavaban en cualquier objeto. Era el niño que tantas veces se había presentado en sus sueños. Ojos tristes, ojos cansados.
   Juan los miró fijo y sus ojos se volvieron uno con los del niño. Hacían juego con la remera a rayas, sucia, carcomida; los pantalones cortos y las rodillas raspadas.
   Cuando Juan miró su remera contó las manchas o intentó contarlas, pues mientras estaba enfrascado en la tarea sintió que su madre lo tomaba de la mano y empezaban a caminar.
    No sabía hacia dónde, pero caminaban junto a un grupo de personas con rostros apesadumbrados.
   Algunos llevaban bolsos; otros, las manos vacías. Pero todos parecían dispuestos a llegar a algún lado, a conocer su destino.
   Juan apuraba el paso al mismo tiempo que observaba a su alrededor. Algunos niños iban jugando entre sí e intentaban correr más allá del grupo, pero de inmediato sus padres los llamaban para que no se alejaran.
   Cuando él intentó separar su mano de la de su madre, ésta lo apretó más fuerte y le tiró del brazo. Él la miró, pero la angustia que se reflejaba en el rostro de ella hizo que no pronunciara palabra alguna.
   Sayula había quedado a dos kilómetros de distancia y el viento se hacía sentir al mismo tiempo que los árboles iban desapareciendo poco a poco del paisaje.
   Los hombres discutían entre sí, acalorados y gesticulando con sus brazos, los más ancianos iban en el medio del grupo como protegidos por el resto, de tanto desierto y tanto sol.
   A medida que avanzaban el calor aumentaba. Juan empezó a transpirar. Con la mano que tenía libre sacó un pañuelo blanco del bolsillo de su bermudas  y se lo pasó por la frente. Ese gesto fue como una revelación.
   Fue en ese instante cuando pareció comprender hacia dónde iban y porqué. Y entonces se olvidó de los juegos, y se propuso llegar entero. A pesar de las llagas que se le  formaban en las plantas de los pies.
   Caminó sin quejas, mostrando fortaleza, acompañando al grupo y animándolos a seguir cuando las fuerzas parecían faltar.
  De pronto uno de los del grupo señaló el horizonte. A lo lejos se divisaban formas agrupadas. No se distinguía qué era pero eran las primeras sombras tras doce kilómetros transitados.
   La mayoría comenzó a mostrar nerviosismo. Apuraron el paso a pesar del cansancio acumulado y las sombras parecían acercase cada vez más.
   Las gargantas resecas y la piel ajada  no eran impedimento para llegar. A medida que se acercaban aquellas lejanas siluetas cobraban altura. Entonces Juan imaginó frondosos y verdes árboles para trepar a pesar de sus rodillas raspadas.
   Caminó durante unos segundos con los ojos cerrados, deseando que hubiera pasto que cubriera el terreno, perros jugando y un arroyo estrecho y limpio que se pudiera cruzar de un gran salto.
   Mientras imaginaba esto, un ruido lo trajo a la realidad. Era Julio que, tras colocarle agua al radiador como él le había indicado, estaba poniendo en marcha el auto.
   Luego de dos o tres intentos el vehículo arrancó. Juan esbozó una sonrisa y al comprobar que, no sabía muy bien en qué momento, ya había cambiado el neumático averiado por el de auxilio, dejó las herramientas nuevamente en el baúl.  Miró otra vez la portada del álbum y saludó a su amigo que estaba listo para continuar el trayecto. Sin embargo Julio sacó las llaves,  fue hacia el baúl y tomó el álbum verde.
   Los dos se sentaron bajo el único árbol en cien metros a la redonda y terminaron de ver juntos las fotografías.
   Los recuerdos de la militancia en el Instituto Indigenista estaban latentes. Cada foto contaba una historia diferente, a través de los rostros, de la expresión de las miradas, de las manos resecas y las vestimentas gastadas. 
    La sabiduría que le había transmitido su madre, aquellas convicciones y valores que siempre había admirado, eran los pilares del amor por los suyos: los humildes.
   Juan sintió la grandeza de cada uno de los retratados y recordó el sacrificio que habían hecho reclamando lo suyo, excluidos, marginados, enajenados en su propio territorio.
Personas que habían transitado la vida luchando por una parte digna de terreno y habían muerto sin poder ver a los suyos en paz. Por eso él pensaba que sólo son superiores a los vivos, los que están bajo tierra.  Es bajo tierra donde la grandeza perdura para siempre.
   Los dos amigos siguieron recordando historias sin darse cuenta de que el sol ya estaba cerca del horizonte. No sabían cuánto tiempo habían estado allí sentados pero era la hora de despedirse.
   Se abrazaron una vez más y prometieron no dejar pasar tantos meses sin verse. Julio se paró primero y se dirigió al auto. Tras guardar el álbum, se dio vuelta para observar a su amigo.
   Antes de levantarse, Juan posó la palma derecha sobre el suelo reseco cerró el puño tomando un cúmulo de polvo y levantando apenas unos centímetros el brazo, lo dejó escurrir entre los dedos mientras el viento se llevaba la tierra hacia el llano.

Ficción sobre Juan Rulfo.

domingo, 14 de febrero de 2016

Somos como caballos en un campo alambrado, tenemos espacio para correr pero no el suficiente.

miércoles, 10 de febrero de 2016

Ojos claros


Ojos claros


   Todas las tardes de sol, a las dieciséis, cruzaba la plaza central rumbo al zoológico. En el pueblo lo llamaban el loco Oscarcito. Era alto, delgado, morocho, ojos color miel, rengo de la pierna derecha y aparentaba unos treinta años.
   El impacto por el suicidio de su padre, el cáncer de su madre y los maltratos constantes por parte de su tío, habían provocado en él un retraso mental notorio. Era un niño encerrado en el cuerpo de un adulto.
   Oscar tenía fascinación por los animales. Si embargo, el que más le atraía era el jaguareté. Por eso, cada tarde de sol, a las dieciséis, cruzaba la plaza central del pueblo, rumbo al zoológico.
   Para llegar caminaba alrededor de quince cuadras, mientras hacía una leve reverencia con la cabeza, a cuanto se le cruzara. Con la mirada ausente avanzaba a paso lento hasta que llegaba a la puerta enrejada del Zoológico.
   Allí se detenía a contar las rejas y a leer en voz alta las palabras forjadas en hierro que estaban en la parte superior de la puerta de entrada: “Zoológico Municipal”. Luego ingresaba, se frenaba frente a la garita de los cuidadores y los saludaba posando sobre la sien, la punta de los dedos de su mano derecha, estirada.
   Los cuidadores lo saludaban como si fuese uno más entre ellos y Oscar, con una sonrisa, transitaba por uno de los caminos de ripio,  y se sentaba en el banco que estaba ubicado justo enfrente de la jaula del jaguareté.
   Se acomodaba con paciencia en aquel asiento hecho de tablas de madera, sabiendo que iba a estar varias horas. Se apoyaba en el respaldo curvo, posaba el brazo derecho en el borde y extendía sus largas piernas, cruzándolas una sobre otra.
   En la otra margen del camino, el jaguareté lo observaba desde su jaula con sus ojos claros. Recostado sobre la tierra reseca, con la cabeza apoyada entre sus patas delanteras.
   Y los dos se quedaban inmóviles varios minutos observándose. Cada uno clavaba la mirada en el otro.
   Oscar admiraba  los ojos del jaguareté. Algo rasgados, con el párpado inferior marcado de negro, como si estuviese maquillado con un delineador. La pupila, un punto negro, casi imperceptible, y ese color miel que tanto se asemejaba al color de los ojos del loco Oscarcito.
   Y allí, ante la mirada burlona del público que iba y venía por el lugar, él hablaba con el animal. Sus palabras eran incongruencias, una tras otra, acompañadas de gestos dirigidos al felino.
   Éste, pasaba la mayor parte del tiempo recostado. Se limitaba a levantar la cabeza, jadeaba sacando la lengua y en un movimiento que parecía abrupto volvía a apoyarla  en el suelo, como si se le cayera. El paso de los años y el encierro lo habían transformado en una bestia inactiva.
   Tendido al sol, cerraba los ojos, los volvía a abrir y observaba a Oscar. Según lo iluminaban los rayos de luz, el pelaje se veía amarillo o naranja, resaltando las manchas negras que el loco conocía de memoria.
   Del lado derecho del lomo, había dos que le llamaban la atención. Una, era un cuadrado perfecto, con tres pequeños círculos que formaban los vértices de un triángulo; la otra, era un cuadrado sin vértices, con una línea negra  en el medio.
   Durante las horas que el loco pasaba allí sentado, repasaba las manchas de la bestia con la vista. Y uno de los momentos que más disfrutaba era cuando el jaguareté se echaba sobre el otro costado, y podía ver la que se destacaba en su lado izquierdo.
   Era una sucesión de rayas negras que formaban un rombo vertical, con múltiples puntos negros en su interior. Cada vez que Oscar veía esa mancha, sonreía mostrando sus dientes y se quedaba así, durante varios minutos.
   Los niños que pasaban por el lugar, lo miraban sorprendidos ante tal sonrisa. Pero él sólo pensaba en el jaguareté haciendo caso omiso de las miradas. Y lo recorría una y otra vez con la vista, mientras continuaba pronunciando incongruencias.
   El animal, también parecía indiferente a toda persona que se acercara a la jaula. Incluso, ni los gritos de los niños generaban que moviera siquiera un músculo.
  Recién cuando el sol empezaba a ponerse y el público se iba del lugar, el jaguareté, sin dejar de mirar al loco, se paraba, estiraba sus patas delanteras y bostezaba.
   Era en ese momento, cuando Oscar, imitándolo estiraba sus brazos, se desperezaba y caminaba hacia la jaula. Inclinando su espalda, fijaba los ojos en los de la bestia y ambos se observaban, imperturbables. Y así, el loco se despedía hasta el día siguiente.
   Una tarde por año, sólo una, él cambiaba el horario de la rutina y se dirigía al zoológico una hora antes de lo acostumbrado.  Es que cada veintidós de diciembre, el jaguareté cumplía años. Entonces Oscar  recorría la plaza del pueblo llevando una bolsa con un fémur de vaca, rodeado de carne, cruda.
   Tras hacer el ritual de contar las rejas de la puerta de entrada y leer en voz alta las palabras forjadas en la parte superior, entraba al Zoológico y avanzaba, por el camino de ripio, hasta la jaula del animal. Entonces  tiraba el hueso por arriba de las rejas, como regalo de cumpleaños.
   El jaguareté, siempre recostado en la tierra reseca de la jaula, levantaba la cabeza, miraba el hueso, luego miraba a Oscar y volvía a apoyar su mentón sobre las patas delanteras. Y entonces el loco se iba dejando solo al animal, para que disfrutara de aquel manjar.
   Y allí quedaba el hueso, sucio de polvo. Las moscas empezaban a revolotear alrededor y a los pocos minutos un enjambre lo cubría. Lo que impedía determinar dónde terminaba el hueso y dónde empezaban los insectos.
   En su mayoría eran moscas negras y grises que depositaban sus larvas amarillas, al tiempo que producían un sonido constante y molesto con el aleteo. Al cabo de unas horas, el calor del sol podría la carne. El olor se sentía por los alrededores de la jaula y las moscas no paraban de zumbar.
   Cuando la putrefacción iba en aumento, los visitantes de zoológico empezaban a quejarse del olor y a taparse las narices con sus manos. Uno de los cuidadores se acercaba a la jaula, llaves en mano, la abría y retiraba el hueso putrefacto que terminaba en la bolsa para residuos.
   Al día siguiente, cuando el loco Oscarcito se sentaba en el banco de madera, se daba cuenta de que el hueso no estaba. Entonces sonreía creyendo que el jaguareté se lo había devorado con sus enormes dientes.
   Y, una vez más, se dedicaba a observar al animal durante horas. Éste, con su acostumbrada pesadumbre, se limitaba a realizar algún movimiento con la cabeza. A veces la levantaba de cara al sol, lo que provocaba más brillo en sus ojos claros y se quedaba medio dormido, así, con la cabeza en el aire.
   Oscar le hablaba, recordando el día en que lo había conocido, hacía veinticinco años, de la mano de su padre. Ese día fue el inicio de sus constantes visitas y el último que vio a su progenitor. La visita al zoológico había sido la despedida, para luego suicidarse esa misma noche.
   Mientras el loco hablaba y gesticulaba, el jaguareté se levantó para desperezarse. Y Oscar hizo lo propio, ya era la hora en que se ponía el sol, hora de retirarse.  Así que se levantó de su asiento, se acercó a la jaula y saludó al jaguareté, como siempre lo hacía, prometiendo regresar al día siguiente.
   Los que pasaban por alrededor de la jaula, sin detenerse, comentaban por lo bajo, burlándose de la obsesión que tenía Oscarcito. El jaguareté era parte de su vida, y él era su fiel compañero. La bestia estaba en esa jaula sólo para él.
   Mientras lo miraban de reojo, murmuraban y sonreían. Porque a ellos les causaba gracia ver al loco del barrio en el zoológico, todos los días, sentado en aquel banco de madera, durante horas, frente a una jaula vacía.


viernes, 29 de enero de 2016

Nunca dejes que invadan el espacio de tu imaginación.

La gran idea de Andrés



La gran idea de Andrés


   Andrés terminó el rompecabezas. Se lo había regalado su padre meses atrás y estaba olvidado en un rincón, sucio, entre los juguetes rotos. No recordaba bien cómo había llegado a ese sitio, pero lo cierto es que lo rescató del olvido, porque ese día sintió deseos de armarlo.
   Se sentó en el piso, y con paciencia juntó las ciento cincuenta piezas, logrando formar el mapa de América latina. 
   Orgulloso, fue al departamento contiguo y llamó a su primo, cuatro años mayor, para mostrarle la hazaña. Éste, sin pronunciar palabra alguna, observó el rompecabezas con asombro. ¡Cómo podía ser que su primo de seis años, hubiera armado en tan poco tiempo, lo que él no habría logrado en semanas!
   Cuando se trataba de agrupar y armar, Andresito, como decía su padre, le hacía honor al nombre. Aún no comprendía bien qué significaba hacerle honor, pero su abuelo, Martín José, se lo decía al padre, José Gervasio, y éste se lo decía a su hijo Andrés.
   Con frecuencia, José se pasaba largas horas contándole cuentos al hijo, que tenían que ver con la elección de su nombre. Y le hablaba de la Banda Oriental, de un tal Elío, de Ramirez y, claro está, de Andres Guacurarí.
   El niño escuchaba boquiabierto, fascinado por las hazañas que describía su padre. Y cuando la historia llegaba a su fin, Andrés se iba a su habitación, y jugaba a ser Artigas. Hablaba de ejércitos, de instrucciones, de igualdad y felicidad, como si los conceptos se le fijaran en la mente. Pero al finalizar cada juego se hacía la misma pregunta: ¿por qué los países estaban divididos?
   Entonces, iba directo al escritorio donde tenía armado el rompecabezas de América Latina, y pasaba interminables minutos observando la división política.
    Una tarde, jugando el juego de: “El grito de Asencio”, que era su favorito, tuvo una idea. Al mirar por la ventana de su habitación, ubicada en el décimo piso del edificio más alto de la costanera porteña, observó, como tantas otras veces, el río que lo separaba de Uruguay. 
   Como si se detuviera para hacer un análisis exhaustivo del movimiento del agua, Andresito se quedó observando el Río de La Plata. Por momentos su imaginación ganaba espacio y veía que la extensión de agua se achicaba tanto, que permitía que la gente lo cruzara a pie, en auto, o en bicicleta. Pero luego volvía a la realidad, e intentaba perfeccionar ese pensamiento maestro que había tenido durante su juego.
   Al cabo de dos noches, llamó a su padre y se lo contó. José Gervasio quedó sorprendido. ¡Quién diría que ese concepto había sido idea de un niño de seis años!
    Era un concepto plagado de tanta simpleza, que, si cada uno de los ciudadanos lo llevaba a cabo, se lograría con facilidad el objetivo: estar unidos.
   Sólo había que encontrar a alguien con un poder de convencimiento tal, que ayudara a poner en práctica el proyecto maestro de Andrés.
    José se quedó pensativo. Sintió la necesidad y la obligación de comunicar el plan de su hijo. Tal vez no diría que era la idea de un niño, tal vez no diría que había nacido de un juego, tal vez lo acomodaría un poco a las circunstancias, y tal vez lo adaptaría a la práctica cotidiana de una empresa, pero iba a comunicarlo.
   Al día siguiente, cuando José Gervasio llegó a su oficina, recibió un aviso que decía: reunión de Mesa Directiva a las 11hs. Y fue allí donde expuso la gran idea.
   Tras sus palabras, el presidente de la empresa quedó mudo, con la mirada fija, pero perdida. Segundos después miró a José, y sin contestar se apoyó en el respaldo de la silla.
   Le dio risa. Tanto que sus carcajadas se escucharon a lo largo de los seis metros de pasillo. Los empleados de las otras oficinas levantaron la vista. Era extraño escuchar reír al jefe.
   Jorge Taboada era un hombre serio, tan serio que las comisuras de la boca se arqueaban hacia abajo y el ceño parecía estar siempre fruncido. No era un jefe de temer, pero se hacía respetar. Pocas veces se cuestionaban sus ideas durante las reuniones del directorio, y la empresa marchaba como tenía que marchar: jugosas ganancias, pocos empleados, trabajo en demasía y salarios escasos.
   Por eso la idea de José le dio risa a Jorge Taboada. Cuando salió de la oficina de reuniones, todavía esbozaba una sonrisa irónica en su rostro. 
   Con la cabeza erguida y paso lento, el jefe atravesó el pasillo de oficinas hasta llegar a la principal. Abrió la puerta y la cerró con delicadeza. Sus pasos resonaban en el brillante piso de pinotea, mientras se dirigía a su mullido sillón de presidente.
   Una vez sentado, realizó una llamada telefónica. Del otro lado contestó una voz cavernosa que, al escuchar las palabras de Jorge, estalló en carcajadas. Ambos interlocutores aunaron sus risas de manera estrepitosa, y prolongaron su sarcasmo durante interminables segundos, después de eso, los llamados telefónicos no cesaron en la gran oficina de Taboada. Hasta que el último llamado fue el que marcó la decisión.
   José Gervasio era un empleado ejemplar, pulcro, puntual, respetuoso. Como siempre le decía su padre: le hacía honor al nombre. Trabajaba en la empresa desde los veinticuatro años y, ahora, rozando los cuarenta, se había ganado la confianza de su jefe como para llegar a tener un puesto menor en el directorio.
   La fórmula había sido simple: año tras año se había dedicado a unificar y a diversificar a los empleados de las diez oficinas de Marshall - Taboada and Company. Desde que José se había hecho cargo, todos parecían responderle. A cada orden que llegaba desde Londres, en Buenos Aires la respuesta era perfecta.
   Sin embargo, con los años, el directorio porteño se dio cuenta de que los empleados, respondían más a la forma de trabajo que indicaba José Gervasio, que a lo que señalaba el propio Taboada. Y se tornó peligroso. Tan peligroso como la idea que había expuesto al directorio, durante la última reunión.
   Un proyecto que estaba fuera de los ideales de la institución, que involucraba en demasía a los empleados y que se apartaba de todo el accionar lógico que se impartía desde la Casa Central.
   Taboada llamó a José y éste se presentó en forma inmediata en la oficina. Allí le comunicó que el directorio había decidido trasladarlo a otra subsidiaria, a otro país y con otro puesto.
   Sus ideas fuera de tiempo, se habían tornado peligrosas, capaces de afectar la política empresarial y con la capacidad suficiente de convocar y despertar el poder de la voluntad colectiva. No era el momento para eso. Nunca sería el momento, como no lo había sido desde hacía siglos.
   Por eso, como había enseñado la historia, cuando asomaba un nuevo líder, alguien se sentía amenazado; cuando una idea no era funcional a los intereses de la minoría, se coartaba, se desterraba, se eliminaba.
   José Gervasio fue exiliado del Río de La Plata, lejos de su gente, con su gran idea, que estaba fuera de tiempo y de lugar, tal como le había pasado a sus antecesores, al hablar de reparto de tierras o de libertad civil y religiosa en la América de 1813.


domingo, 24 de enero de 2016

Yolanda

Yolanda

   Yolanda era un palo. Sí, un palo de escoba que mi abuelo Roque pintó de rojo, y yo bauticé Yolanda.
   El tronco del limonero, recién plantado, se torcía hacia la derecha y había que enderezarlo. Entonces mi abuelo cortó un palo de escoba, tenía la costumbre de guardar las escobas viejas, para usarlo de tutor.
   Con pintura sintética roja, brillante, cubrió la superficie. Y la punta superior del palo, la que está redondeada, la pintó con sintética blanca.
   Esperó unos días para que se secara, regó el limonero hasta que la tierra de alrededor se tornó lodosa y clavó el palo de madera.
   Haciendo un paneo con la vista, por el jardín de la casa, uno podía darse cuenta de que ésta era una práctica habitual. Casi todas las plantas tenían tutores. Pintados o de blanco, o de rojo. Pero el del limonero era el único bicolor.
   Al cabo de dos semanas, este árbol no sólo seguía torciéndose hacia la derecha, sino que, además, comenzó a secarse. Dio un limón agrio, tan agrio que el jugo secaba la lengua y el paladar, y después de eso se secó en forma definitiva.
   Roque decepcionado, sacó y tiró el árbol y al tutor rojo y blanco lo guardó en un galpón atiborrado de cosas en desuso.
   A partir de ese momento el viejo palo de escoba dejó de oficiar como tutor de plantas y pasó a ser Yolanda: mi compañero de juegos.
   Cada tarde, cuando salía al jardín de mi casa para jugar, iba en busca de Yolanda y se convertía en bastón, o varita mágica. Hacía las veces de puntero o servía para alcanzar los higos y las ciruelas maduros que brotaban en las partes altas de los respectivos árboles.
   Fue mástil de diversas banderas, fue cuerpo de espantapájaros, pero su rol más usual era el de micrófono.
   Durante meses, ese palo rojo y blanco fue mi compañero de juegos. Y cada tarde, luego de jugar durante horas, lo guardaba en el galpón: para que no quedara a la intemperie y saber dónde encontrarlo al día siguiente.
   Un jueves, recuerdo, de primavera, después de almorzar, fui a mi habitación. Preparé un cartel de feliz cumpleaños, pintado con fibras de distintos colores y flores secas pegadas alrededor del papel, a modo de guirnalda. Salí al patio, lo colgué del ciruelo y corrí hacia el galpón a buscar a Yolanda.
   Era su cumpleaños, un año junto a mí, compartiendo mis fantasías de niña de 7 años.
   Entré despacio, para no hacer ruido, y me encontré con la sorpresa. Mi abuelo Roque había limpiado el galpón. Innumerables cosas fueron a para a la basura y a la calle. Entre ellas, Yolanda.
   Busqué y busqué. Entre las herramientas, en el baúl de diarios viejos, tras la puerta, pero era inútil. Roque había sacado a la calle las escobas viejas y los palos pintados.
   Salí del galpón con los ojos llorosos, tratando de disimular la angustia. Imaginaba a mi mamá gritándome que estaba loca, que cómo iba a llorar por un palo de escoba. Y claro, visto de ese modo, era cierto, no tenía sentido. Pero ¿quién iba a entender que no era sólo un palo pintado? Era Yolanda.
   Entonces me senté sobre el pasto, y mirando el cartel de feliz cumpleaños que colgaba del ciruelo decidí que nadie tenía que notar mi tristeza, no lo entenderían. Me quedé por varios minutos con la mirada perdida mirando el cielo celeste. Y me di cuenta de que ese día aprendí un comportamiento de los adultos: aprendí lo que es tragarse el llanto.

El bunker

El bunker

   En el mundo de los edificios, tener una casa en pleno casco urbano, era una osadía. Por eso, Carlos, cuando hablaba de su propiedad, parecía que hablaba de una mujer y no de un inmueble.
   Las ventajas estaban claras. Como era una construcción de más de treinta años, las paredes eran paredes, decía Carlos. No esas de cartón que hacen ahora. Y lo mejor de todo: no tenía vecinos que le zapatearan en la cabeza… como en los edificios. Piso a piso, siempre hay algún vecino que camina con paso de plomo o con tacos.
   Además, cada vez que quería arreglar algo, pintar, agrandar, modificar, no tenía que pedirle permiso a nadie, ni concurrir a tediosas reuniones de consorcio.
   Pero Carlos tenía algo más en su propiedad. Tenía patio, chico, ocho metros por cinco. Pero con tierra, césped, plantas y hasta tenía un limonero cuatro estaciones.
   Por eso, los fines de semana, para alejarse del estrés  de la oficina, no se encerraba en la habitación donde tenía la computadora. Ni se tiraba en los mullidos sillones del living a mirar televisión. Carlos preparaba el mate y se iba al patio a arreglar las plantas, a cortar el césped, a regar.
   Con el correr de los meses, en la cuadra, comenzaron a venderse terrenos y casas viejas. Cada espacio se transformaba en un edificio.
   Este fenómeno se multiplicó como los panes y los peces; en la manzana, el barrio y la ciudad.
   Una mañana de un sábado de primavera, Carlos se despertó sobresaltado. Miró el reloj que estaba en su mesa de luz: las 7.30.
   Gritos y música provenían de uno de los edificios que lindaba, ahora, con su medianera. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. La pared de su propiedad estaba siendo vulnerable a los ruidos.
   En una semana hizo rodear el perímetro de la casa con una nueva pared. Hecha por dentro, adherida a la estructura original.
   Así, la casa quedó con doble pared. Ochenta centímetros de ladrillo compacto y cemento, lo protegían de todo intento de filtración de sonidos.
   Con el tiempo, la altura de los edificios linderos comenzó a tapar el sol. Y por si fuera poco, las ventanas de los departamentos permitían que sus habitantes curiosearan hacia su jardín.
   Entonces hizo construir un techo, cubriendo todo el patio. A los pocos días, las plantas estaban amarillentas. Ya no recibían ni sol, ni aire. El jardín de la casa se transformó en una habitación más.
   Sin embargo, Carlos, no contento con eso, descubrió que al abrir las ventanas o las puertas, se filtraban charlas, risas, sonidos. Así que hizo sellar todas las aberturas.    Incluso la puerta de calle.
   Y se quedó encerrado en la casa, única en la cuadra. Sin luz, sin aire, sin sonidos y sin salida.


viernes, 22 de enero de 2016

Su presencia

Su presencia

   En la mirada se le notaba el cansancio. De tanto viaje, de tanta angustia, de tanto exilio. Se había convertido en otra persona, con todo lo  bueno y lo malo que le había sumado la vida fuera de su país. Era otra persona. Surcado por más mundo, por otras realidades ajenas a su querida Uruguay.
   Cada gota de experiencia, se había anexado a su piel. Más allá de su aparente sonrisa, los ojos denotaban tristeza. Cada arruga de la cara marcaba una etapa, un recuerdo.
   Parado frente al espejo de la sala, escrutaba su imagen, tratando de reconocer al Mario de antes y al Mario de ahora. Tratando de aceptar que se estaba volviendo viejo.
   Su país era otro, él era otro. ¿Acaso con el correr de los años alguien sigue siendo el mismo?
   Dejó de observarse. No tenía sentido sentirse más agobiado de lo que estaba. Ese día se había despertado pensando en Luz. Lo que le hacía percibir aún más la ausencia. Por eso dejó de mirarse al espejo, la mayoría de las arrugas las había transitado con ella, las había disfrutado con ella y la había descubierto con ella.
   Se paró frente a la estantería, al lado de su computadora, y sollozó mirando la foto de Luz.  Había vivido tratando de no sentirse lastimado,  el día que tuviera que estar en soledad. Sin embargo la ausencia de su mujer se hacía sentir.
   Mario sabía de soledades. Sabía, como él mismo escribió en uno de sus poemas,  que son jaulas de uno mismo, que son hebras de muerte y que son claves de una historia.
   Casi sin ganas se sirvió el desayuno y decidió refugiarse en su incondicional guarida, la escritura. Entonces, recién entonces, se sintió mejor.
   Las letras comenzaron a dar forma a un texto, que poco a poco le devolvía la sonrisa y lo evadía en tiempo y espacio.
   Su mente se confundió con el teclado sin dejar de plasmar ideas, reflejando sus años de producción, sus años de legado literario y político. La mañana de nostalgia se transformó en horas de trabajo.
   Por momentos la pantalla se oscurecía y luego se tornaba más brillante que de costumbre. Contrariado, se levantó de la silla para husmear la electricidad. Todo estaba perfecto.
   Al regresar a la computadora pudo ver, sin embargo, que la pantalla parecía latir. Esa fue su corazonada. Luz estaba allí. Oscura, clara, transparente, opaca. Estaba entre sus dedos, en el latir de su corazón, ayudándolo, como siempre lo había hecho, a adaptarse a su desexilio.
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Ficción sobre Mario Benedetti. 
Publicada en revista digital “Territorio de Palabras”. www.territorio.perio.unlp.edu.ar. 
Año 2010. 

   

14 de junio

14 de junio

   La luz se apagó. La oscuridad del cuarto se tornó temeraria. Por eso era mejor permanecer estático, rígido.
   No debía respirar. La  idea de henchir el pecho generaba que, la posibilidad de  chocarse con algún objeto, transmutara en pánico.
   No debía pestañar, no fuera a ser que del techo cayera alguna partícula de tierra,  empujada por el vaivén de sus pestañas.
   La habitación era estrecha, tanto que no podía mover los brazos sin encontrarse con algo. Atiborrada de objetos, pilas de libros, manuscritos, condecoraciones, pero sobre todo, la habitación estaba colmada de reminiscencia.
   Allí, acostado, sobrellevando el incesante crujir de la mecedora, recordó etapas.
   Por su memoria deambulaban textos, momentos, ideas. La metáfora lo acosaba. Esa metáfora harto embellecedora,  que había sido su aliada. Tiempo  después renegó de ella. Por eso, ahora estaba convencido de que la metáfora color punzó, lo perseguía para torturarlo. 
   De pronto un ave le picó los dedos del pie. Pero no pudo moverse, no pudo agitar sus pies, ni mucho menos sentarse y ahuyentarlo con los brazos.
   El pollo, como sabiendo que el espacio no le permitía efectuar movimiento alguno, prosiguió su hostigamiento con calma. Blanco el cuerpo, cual cisne; negra la cabeza, cual cuervo. Y picoteaba, picoteaba, se agachaba y clavaba su pico en las yemas de los dedos, que sangraron en proporción intrascendente.
   Sin embargo este accionar se desvaneció en forma repentina.
   Silencio. Negro noche, en el cuarto estrecho. Escaleras, escaleras, escaleras…
   Tras un sonido seco, como el de un objeto golpeando la madera, comenzaron a desfilar libros en el cuarto. Él, siempre inmóvil, observaba las tapas, las páginas, las letras y se sintió en paz. 
   Il a senti qu´il devait dormir pour toujours.  
Ginebra  y sus calles con adoquines, sus casas antiguas y aristocráticas. Ginebra colmada de gente, también entró en la estrecha habitación de Jorge Luis. Los libros se entremezclaron con lagos y montañas. Y se perdieron entre las calles del barrio Saint Jean.
   Silencio, otra vez. Negro noche, en el cuarto estrecho. Tic, tac, tic, tac, tic, tac.
   De pronto percibió que algo se desplomaba sobre el techo de la habitación. Sonaba como si fueran cascotes. Y caían, caían, el sonido se hizo cada vez más pesado hasta que se perdió.
   Los sepultureros, acababan de cubrir el ataúd.


Ficción sobre Jorge Luis Borges .
Publicada en revista digital “Territorio de Palabras”. www.territorio.perio.unlp.edu.ar. 
Año 2009. 

miércoles, 20 de enero de 2016

He perdido mis escritos que aún realizo en papel. El agua se los llevó junto a la historia que había detrás de cada texto. Hoy, casi  ya no escribo; pero aquí estoy, intentando.

Paula