viernes, 29 de enero de 2016

La gran idea de Andrés



La gran idea de Andrés


   Andrés terminó el rompecabezas. Se lo había regalado su padre meses atrás y estaba olvidado en un rincón, sucio, entre los juguetes rotos. No recordaba bien cómo había llegado a ese sitio, pero lo cierto es que lo rescató del olvido, porque ese día sintió deseos de armarlo.
   Se sentó en el piso, y con paciencia juntó las ciento cincuenta piezas, logrando formar el mapa de América latina. 
   Orgulloso, fue al departamento contiguo y llamó a su primo, cuatro años mayor, para mostrarle la hazaña. Éste, sin pronunciar palabra alguna, observó el rompecabezas con asombro. ¡Cómo podía ser que su primo de seis años, hubiera armado en tan poco tiempo, lo que él no habría logrado en semanas!
   Cuando se trataba de agrupar y armar, Andresito, como decía su padre, le hacía honor al nombre. Aún no comprendía bien qué significaba hacerle honor, pero su abuelo, Martín José, se lo decía al padre, José Gervasio, y éste se lo decía a su hijo Andrés.
   Con frecuencia, José se pasaba largas horas contándole cuentos al hijo, que tenían que ver con la elección de su nombre. Y le hablaba de la Banda Oriental, de un tal Elío, de Ramirez y, claro está, de Andres Guacurarí.
   El niño escuchaba boquiabierto, fascinado por las hazañas que describía su padre. Y cuando la historia llegaba a su fin, Andrés se iba a su habitación, y jugaba a ser Artigas. Hablaba de ejércitos, de instrucciones, de igualdad y felicidad, como si los conceptos se le fijaran en la mente. Pero al finalizar cada juego se hacía la misma pregunta: ¿por qué los países estaban divididos?
   Entonces, iba directo al escritorio donde tenía armado el rompecabezas de América Latina, y pasaba interminables minutos observando la división política.
    Una tarde, jugando el juego de: “El grito de Asencio”, que era su favorito, tuvo una idea. Al mirar por la ventana de su habitación, ubicada en el décimo piso del edificio más alto de la costanera porteña, observó, como tantas otras veces, el río que lo separaba de Uruguay. 
   Como si se detuviera para hacer un análisis exhaustivo del movimiento del agua, Andresito se quedó observando el Río de La Plata. Por momentos su imaginación ganaba espacio y veía que la extensión de agua se achicaba tanto, que permitía que la gente lo cruzara a pie, en auto, o en bicicleta. Pero luego volvía a la realidad, e intentaba perfeccionar ese pensamiento maestro que había tenido durante su juego.
   Al cabo de dos noches, llamó a su padre y se lo contó. José Gervasio quedó sorprendido. ¡Quién diría que ese concepto había sido idea de un niño de seis años!
    Era un concepto plagado de tanta simpleza, que, si cada uno de los ciudadanos lo llevaba a cabo, se lograría con facilidad el objetivo: estar unidos.
   Sólo había que encontrar a alguien con un poder de convencimiento tal, que ayudara a poner en práctica el proyecto maestro de Andrés.
    José se quedó pensativo. Sintió la necesidad y la obligación de comunicar el plan de su hijo. Tal vez no diría que era la idea de un niño, tal vez no diría que había nacido de un juego, tal vez lo acomodaría un poco a las circunstancias, y tal vez lo adaptaría a la práctica cotidiana de una empresa, pero iba a comunicarlo.
   Al día siguiente, cuando José Gervasio llegó a su oficina, recibió un aviso que decía: reunión de Mesa Directiva a las 11hs. Y fue allí donde expuso la gran idea.
   Tras sus palabras, el presidente de la empresa quedó mudo, con la mirada fija, pero perdida. Segundos después miró a José, y sin contestar se apoyó en el respaldo de la silla.
   Le dio risa. Tanto que sus carcajadas se escucharon a lo largo de los seis metros de pasillo. Los empleados de las otras oficinas levantaron la vista. Era extraño escuchar reír al jefe.
   Jorge Taboada era un hombre serio, tan serio que las comisuras de la boca se arqueaban hacia abajo y el ceño parecía estar siempre fruncido. No era un jefe de temer, pero se hacía respetar. Pocas veces se cuestionaban sus ideas durante las reuniones del directorio, y la empresa marchaba como tenía que marchar: jugosas ganancias, pocos empleados, trabajo en demasía y salarios escasos.
   Por eso la idea de José le dio risa a Jorge Taboada. Cuando salió de la oficina de reuniones, todavía esbozaba una sonrisa irónica en su rostro. 
   Con la cabeza erguida y paso lento, el jefe atravesó el pasillo de oficinas hasta llegar a la principal. Abrió la puerta y la cerró con delicadeza. Sus pasos resonaban en el brillante piso de pinotea, mientras se dirigía a su mullido sillón de presidente.
   Una vez sentado, realizó una llamada telefónica. Del otro lado contestó una voz cavernosa que, al escuchar las palabras de Jorge, estalló en carcajadas. Ambos interlocutores aunaron sus risas de manera estrepitosa, y prolongaron su sarcasmo durante interminables segundos, después de eso, los llamados telefónicos no cesaron en la gran oficina de Taboada. Hasta que el último llamado fue el que marcó la decisión.
   José Gervasio era un empleado ejemplar, pulcro, puntual, respetuoso. Como siempre le decía su padre: le hacía honor al nombre. Trabajaba en la empresa desde los veinticuatro años y, ahora, rozando los cuarenta, se había ganado la confianza de su jefe como para llegar a tener un puesto menor en el directorio.
   La fórmula había sido simple: año tras año se había dedicado a unificar y a diversificar a los empleados de las diez oficinas de Marshall - Taboada and Company. Desde que José se había hecho cargo, todos parecían responderle. A cada orden que llegaba desde Londres, en Buenos Aires la respuesta era perfecta.
   Sin embargo, con los años, el directorio porteño se dio cuenta de que los empleados, respondían más a la forma de trabajo que indicaba José Gervasio, que a lo que señalaba el propio Taboada. Y se tornó peligroso. Tan peligroso como la idea que había expuesto al directorio, durante la última reunión.
   Un proyecto que estaba fuera de los ideales de la institución, que involucraba en demasía a los empleados y que se apartaba de todo el accionar lógico que se impartía desde la Casa Central.
   Taboada llamó a José y éste se presentó en forma inmediata en la oficina. Allí le comunicó que el directorio había decidido trasladarlo a otra subsidiaria, a otro país y con otro puesto.
   Sus ideas fuera de tiempo, se habían tornado peligrosas, capaces de afectar la política empresarial y con la capacidad suficiente de convocar y despertar el poder de la voluntad colectiva. No era el momento para eso. Nunca sería el momento, como no lo había sido desde hacía siglos.
   Por eso, como había enseñado la historia, cuando asomaba un nuevo líder, alguien se sentía amenazado; cuando una idea no era funcional a los intereses de la minoría, se coartaba, se desterraba, se eliminaba.
   José Gervasio fue exiliado del Río de La Plata, lejos de su gente, con su gran idea, que estaba fuera de tiempo y de lugar, tal como le había pasado a sus antecesores, al hablar de reparto de tierras o de libertad civil y religiosa en la América de 1813.


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