El
bunker
En el mundo de los edificios, tener una casa en pleno casco urbano, era
una osadía. Por eso, Carlos, cuando hablaba de su propiedad, parecía que
hablaba de una mujer y no de un inmueble.
Las ventajas estaban claras. Como era una construcción de más de treinta
años, las paredes eran paredes, decía Carlos. No esas de cartón que hacen
ahora. Y lo mejor de todo: no tenía vecinos que le zapatearan en la cabeza…
como en los edificios. Piso a piso, siempre hay algún vecino que camina con
paso de plomo o con tacos.
Además, cada vez que quería arreglar algo, pintar, agrandar, modificar,
no tenía que pedirle permiso a nadie, ni concurrir a tediosas reuniones de
consorcio.
Pero Carlos tenía algo más en su propiedad. Tenía patio, chico, ocho
metros por cinco. Pero con tierra, césped, plantas y hasta tenía un limonero
cuatro estaciones.
Por eso, los fines de semana, para alejarse del estrés de la oficina, no se encerraba en la
habitación donde tenía la computadora. Ni se tiraba en los mullidos sillones
del living a mirar televisión. Carlos preparaba el mate y se iba al patio a
arreglar las plantas, a cortar el césped, a regar.
Con el correr de los meses, en la cuadra, comenzaron a venderse terrenos
y casas viejas. Cada espacio se transformaba en un edificio.
Este fenómeno se multiplicó como los panes y los peces; en la manzana,
el barrio y la ciudad.
Una mañana de un sábado de primavera, Carlos se despertó sobresaltado.
Miró el reloj que estaba en su mesa de luz: las 7.30.
Gritos y música provenían de uno de los edificios que lindaba, ahora,
con su medianera. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. La pared de su propiedad
estaba siendo vulnerable a los ruidos.
En una semana hizo rodear el perímetro de la casa con una nueva pared.
Hecha por dentro, adherida a la estructura original.
Así, la casa quedó con doble pared. Ochenta centímetros de ladrillo
compacto y cemento, lo protegían de todo intento de filtración de sonidos.
Con el tiempo, la altura de los edificios linderos comenzó a tapar el
sol. Y por si fuera poco, las ventanas de los departamentos permitían que sus
habitantes curiosearan hacia su jardín.
Entonces hizo construir un techo, cubriendo todo el patio. A los pocos
días, las plantas estaban amarillentas. Ya no recibían ni sol, ni aire. El
jardín de la casa se transformó en una habitación más.
Sin embargo, Carlos, no contento con eso, descubrió que al abrir las
ventanas o las puertas, se filtraban charlas, risas, sonidos. Así que hizo
sellar todas las aberturas. Incluso la
puerta de calle.
Y se quedó encerrado en la casa, única en la cuadra. Sin luz, sin aire,
sin sonidos y sin salida.
Muy bueno!!! Debemos tener cuidado de no hacer con nuestra vida lo que hizo Carlos con su casa. La idea es expandirse y no retraerse.
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