Yolanda

Yolanda era un palo. Sí, un palo de escoba que mi abuelo Roque pintó de
rojo, y yo bauticé Yolanda.
El tronco del limonero, recién plantado, se torcía hacia la derecha y
había que enderezarlo. Entonces mi abuelo cortó un palo de escoba, tenía la
costumbre de guardar las escobas viejas, para usarlo de tutor.
Con pintura sintética roja, brillante, cubrió la superficie. Y la punta
superior del palo, la que está redondeada, la pintó con sintética blanca.
Esperó unos días para que se secara, regó el limonero hasta que la
tierra de alrededor se tornó lodosa y clavó el palo de madera.
Haciendo un paneo con la vista, por el jardín de la casa, uno podía
darse cuenta de que ésta era una práctica habitual. Casi todas las plantas
tenían tutores. Pintados o de blanco, o de rojo. Pero el del limonero era el
único bicolor.
Al cabo de dos semanas, este árbol no sólo seguía torciéndose hacia la
derecha, sino que, además, comenzó a secarse. Dio un limón agrio, tan agrio que
el jugo secaba la lengua y el paladar, y después de eso se secó en forma
definitiva.
Roque decepcionado, sacó y tiró el árbol y al tutor rojo y blanco lo
guardó en un galpón atiborrado de cosas en desuso.
A partir de ese momento el viejo palo de escoba dejó de oficiar como tutor
de plantas y pasó a ser Yolanda: mi compañero de juegos.
Cada tarde, cuando salía al jardín de mi casa para jugar, iba en busca
de Yolanda y se convertía en bastón, o varita mágica. Hacía las veces
de puntero o servía para alcanzar los higos y las ciruelas maduros que brotaban
en las partes altas de los respectivos árboles.
Fue mástil de diversas banderas, fue cuerpo de espantapájaros, pero su
rol más usual era el de micrófono.
Durante meses, ese palo rojo y blanco fue mi compañero de juegos. Y cada
tarde, luego de jugar durante horas, lo guardaba en el galpón: para que no
quedara a la intemperie y saber dónde encontrarlo al día siguiente.
Un jueves, recuerdo, de primavera, después de almorzar, fui a mi
habitación. Preparé un cartel de feliz cumpleaños, pintado con fibras de
distintos colores y flores secas pegadas alrededor del papel, a modo de
guirnalda. Salí al patio, lo colgué del ciruelo y corrí hacia el galpón a
buscar a Yolanda.
Era su cumpleaños, un año junto a mí, compartiendo mis fantasías de niña
de 7 años.
Entré despacio, para no hacer ruido, y me encontré con la sorpresa. Mi
abuelo Roque había limpiado el galpón. Innumerables cosas fueron a para a la
basura y a la calle. Entre ellas, Yolanda.
Busqué y busqué. Entre las herramientas, en el baúl de diarios viejos,
tras la puerta, pero era inútil. Roque había sacado a la calle las escobas
viejas y los palos pintados.
Salí del galpón con los ojos llorosos, tratando de disimular la
angustia. Imaginaba a mi mamá gritándome que estaba loca, que cómo iba a llorar
por un palo de escoba. Y claro, visto de ese modo, era cierto, no tenía
sentido. Pero ¿quién iba a entender que no era sólo un palo pintado? Era
Yolanda.
Entonces me senté sobre el pasto, y mirando el cartel de feliz
cumpleaños que colgaba del ciruelo decidí que nadie tenía que notar mi
tristeza, no lo entenderían. Me quedé por varios minutos con la mirada perdida
mirando el cielo celeste. Y me di cuenta de que ese día aprendí un
comportamiento de los adultos: aprendí lo que es tragarse el llanto.
Ah!! Una joyita de ternura!!! Felicitaciones!!!
ResponderEliminar