domingo, 24 de enero de 2016

Yolanda

Yolanda

   Yolanda era un palo. Sí, un palo de escoba que mi abuelo Roque pintó de rojo, y yo bauticé Yolanda.
   El tronco del limonero, recién plantado, se torcía hacia la derecha y había que enderezarlo. Entonces mi abuelo cortó un palo de escoba, tenía la costumbre de guardar las escobas viejas, para usarlo de tutor.
   Con pintura sintética roja, brillante, cubrió la superficie. Y la punta superior del palo, la que está redondeada, la pintó con sintética blanca.
   Esperó unos días para que se secara, regó el limonero hasta que la tierra de alrededor se tornó lodosa y clavó el palo de madera.
   Haciendo un paneo con la vista, por el jardín de la casa, uno podía darse cuenta de que ésta era una práctica habitual. Casi todas las plantas tenían tutores. Pintados o de blanco, o de rojo. Pero el del limonero era el único bicolor.
   Al cabo de dos semanas, este árbol no sólo seguía torciéndose hacia la derecha, sino que, además, comenzó a secarse. Dio un limón agrio, tan agrio que el jugo secaba la lengua y el paladar, y después de eso se secó en forma definitiva.
   Roque decepcionado, sacó y tiró el árbol y al tutor rojo y blanco lo guardó en un galpón atiborrado de cosas en desuso.
   A partir de ese momento el viejo palo de escoba dejó de oficiar como tutor de plantas y pasó a ser Yolanda: mi compañero de juegos.
   Cada tarde, cuando salía al jardín de mi casa para jugar, iba en busca de Yolanda y se convertía en bastón, o varita mágica. Hacía las veces de puntero o servía para alcanzar los higos y las ciruelas maduros que brotaban en las partes altas de los respectivos árboles.
   Fue mástil de diversas banderas, fue cuerpo de espantapájaros, pero su rol más usual era el de micrófono.
   Durante meses, ese palo rojo y blanco fue mi compañero de juegos. Y cada tarde, luego de jugar durante horas, lo guardaba en el galpón: para que no quedara a la intemperie y saber dónde encontrarlo al día siguiente.
   Un jueves, recuerdo, de primavera, después de almorzar, fui a mi habitación. Preparé un cartel de feliz cumpleaños, pintado con fibras de distintos colores y flores secas pegadas alrededor del papel, a modo de guirnalda. Salí al patio, lo colgué del ciruelo y corrí hacia el galpón a buscar a Yolanda.
   Era su cumpleaños, un año junto a mí, compartiendo mis fantasías de niña de 7 años.
   Entré despacio, para no hacer ruido, y me encontré con la sorpresa. Mi abuelo Roque había limpiado el galpón. Innumerables cosas fueron a para a la basura y a la calle. Entre ellas, Yolanda.
   Busqué y busqué. Entre las herramientas, en el baúl de diarios viejos, tras la puerta, pero era inútil. Roque había sacado a la calle las escobas viejas y los palos pintados.
   Salí del galpón con los ojos llorosos, tratando de disimular la angustia. Imaginaba a mi mamá gritándome que estaba loca, que cómo iba a llorar por un palo de escoba. Y claro, visto de ese modo, era cierto, no tenía sentido. Pero ¿quién iba a entender que no era sólo un palo pintado? Era Yolanda.
   Entonces me senté sobre el pasto, y mirando el cartel de feliz cumpleaños que colgaba del ciruelo decidí que nadie tenía que notar mi tristeza, no lo entenderían. Me quedé por varios minutos con la mirada perdida mirando el cielo celeste. Y me di cuenta de que ese día aprendí un comportamiento de los adultos: aprendí lo que es tragarse el llanto.

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