martes, 11 de diciembre de 2018

La hora



La hora


   Abrió los ojos y lo primero que vio fue a la enfermera que estaba a su lado, cambiándole el suero y arreglándole la vía, que tenía en el brazo izquierdo. Intentó incorporar su cabeza para mirar por la ventana que estaba a seis metros de distancia de su cama pero no pudo hacerlo, entonces preguntó
-      ¿Qué hora es querida?


-      Las 11-  le dijo la enfermera - en un ratito abrimos la puerta de terapia para que pasen las visitas.
-       ¿Cómo me veo?¿Estoy muy pálida?
-      Y, un poquito, pero enseguida la arreglamos para que se vea mejor y ahora viene Mabel y la peina.
   Respiró profundo y esperó, como todos los días, a que abrieran la puerta. Del suero goteaba lentamente la medicación que iba ingresando por sus venas y eso hacía que se sintiera un tanto adormecida pero sin dolor.
   Los minutos pasaron y por fin las enfermeras abrieron la puerta, entonces la vio a ella que venía caminando a toda prisa hacia la cama.
-       - Hola querida, ¿cómo estás?
-       - ¿Que cómo estoy? Yo bien,  mejor contame cómo estás vos.
-      Hoy me siento mejor, incluso me pude dar vueltas en la cama - contestó con una sonrisa de oreja a oreja.
   ¿Mejor? Ambas sabían que no era cierto pero preferían seguir con la mentira para disimular el dolor. La hija le acariciaba el pelo y la tapaba para que no tuviera frío mientras charlaban de cosas cotidianas de la vida, qué hiciste hoy, qué hiciste ayer, hace frío, hay sol, hay viento.
   Le enferma no podía hablar mucho porque la medicación le adormecía hasta la boca pero contestaba siempre, siempre, con una sonrisa.
   Luego de unos cuantos minutos de charlas breves y entrecortadas por un silencio abrumador, se acercó el médico.
-       Angélica… ¿usted es la hija de Nora, no es cierto?
   Angélica asintió con la cabeza. Se alejaron unos metros de la cama para hablar y el médico le explicó que los órganos de Nora se iban deteriorando en forma cada vez más progresiva.
-      Hoy está hablando, mañana no sé. Vamos a tener que aumentar la dosis de morfina...
   No necesitó más explicaciones, no se podía precisar si serían días, horas; el final estaba cerca. Al regresar junto a la cama, Nora la volvió a saludar cómo si hiciera mucho tiempo que no la veía. Y dijo otra vez:
-       Hoy estoy mejor, incluso pude darme vuelta en la cama.
Y otra vez conversaron del clima, de la hora, de las actividades cotidianas.
-       ¿Tenes frío?
-       Un poco, ¿hay medias?
  Angélica se acercó a una enfermera y le solicitó las medias, se las puso en forma lenta para no molestarla al subirle las piernas, estaba fría, pálida y débil.
-       Ahora está mejor, quiero dormir porque me despiertan a cada rato y no me dejan tranquila- dijo y cerró los ojos.
   La hija se quedó acariciándole el pelo y mirando los aparatos a los que estaba conectada. El ritmo cardíaco, la respiración, la temperatura.
  No supo bien porqué pero trajo a su memoria las palabras sístoles y diástoles; y recordó que días antes, en un ratito de aparente lucidez, su madre le había dicho que no quería comer porque solo quería morir. Había sido el mismo día que había aceptado escuchar en el teléfono, un tema de su cantante favorito y había pedido que se lo pusieran dos veces mientras se le caían las lágrimas. Se había rendido.
   La escena había sido en el centro de rehabilitación, cuando la mucama se había acercado con la merienda y Nora se había negado a comer y tomar. Angélica, un poco enserio un poco en broma, le reprochó que tenía que comer porque de lo contrario no se iba a poder recuperar y le había dicho:
-       ¿Te acordás de cuando yo era chiquita y vos me obligabas a comer la comida porque tenía que tener vitaminas? Pues ahora vos sos la chiquita y yo te digo que tenés que comer.
   Nora la había mirado con la mirada perdida, como si clavara los ojos más allá de la pared y enojada con un tono seco le había contestado que no quería, por lo que su hija una vez más, la había regañado.
-       Pero entonces ¿cómo te vas a recuperar?
-       No quiero, porque me quiero morir.
   Luego de escuchar esas palabras, Angélica no atinó a contestar nada porque sabía perfectamente que en ese rato de lucidez, esa frase había sido cien por ciento consciente y sabía también que tenía que dejarla hacer su voluntad, entonces para cambiar de tema le había ofrecido si quería escuchar en el teléfono celular una canción de Rolando Villazón.
-       Sí, quiero escuchar Júrame.
   Ella había buscado en la aplicación del teléfono y se lo había hecho escuchar, la madre lo había escuchado y había llorado.
-       Otra vez- había sentenciado.
   Entonces Angélica había repetido el tema.
-       Ahora me quiero ir a dormir- había balbuceado al final, entre sollozos.
Dos días después de eso, fue trasladada a una clínica común, a terapia intensiva donde estaba ahora, esperando el desenlace.
   Mientras Angélica recordaba esa escena,  observó al pasar el movimiento apurado de las enfermeras de terapia y se dio cuenta de que había terminado el horario de visita.
-       Hasta mañana -  les dijo mientras le dio un beso en la frente a su madre y se marchó sabiendo que en cualquier momento sonaría su teléfono para decirle lo inevitable .
   Al llegar a su casa sintió tanto cansancio acumulado de todo el mes yendo y viniendo las clínicas, que decidió acostarse a dormir un rato con el volumen del teléfono lo más alto posible por si sonaba, y no sonó. Y otra vez a la noche y no sonó; y al día siguiente volvió a terapia al horario de visitas.
   Diez minutos antes de abrir la puerta, dos médicos llamaron en voz alta
-        ¿Hay algún familiar de Márquez?
   Y entonces supo que había llegado la hora.

jueves, 29 de noviembre de 2018

Eso que va allí es el tren que dejamos pasar...
¿Y era el último? ¿O crees que habrá otra oportunidad para subirnos?

jueves, 13 de septiembre de 2018

La puerta blanca


La puerta blanca

   Ella sabía perfectamente que estaba prohibido. Muy pocos podían traspasar aquella puerta blanca. Sin embargo,  seguía con la idea fija, podía ser la primera, podía ayudar a otras. Estaba cansada de permanecer entre esas cuatro paredes pensando, en forma constante, que nunca, nunca, podría atravesar esa puerta.
   Jamás estaba cerrada con llave, ¿por qué hoy no podía ser el gran día en que se atreviera a romper con la prohibición social de traspasarla? Cuando las luces estuvieran apagadas y todos estuvieran durmiendo, lo haría, abriría la puerta blanca.
   Las horas corrían en forma lenta y el tic-tac del reloj de la habitación se tornaba cada vez más insoportable, hasta que al fin dieron las veintitrés. Se apagaron las luces; ella permaneció detrás de la puerta de su cuarto, en silencio, casi sin respirar, con el corazón agitado, esperando. Aguardaba  el momento en que sintiera  menos miedo, esperaba no escuchar sonidos, esperaba que bajara su ritmo cardíaco, esperaba como había esperado tantos años que la trataran mejor, que la reconocieran como mujer. Esperaba.
   Estuvo así una hora, o dos, había perdido toda noción del tiempo. Finalmente se decidió y abrió lentamente la puerta de su cuarto. Empezó a caminar, parando a cada instante y mirando a su alrededor. Esa madrugada,  el pasillo angosto, oscuro, de paredes descascaradas por el paso del tiempo, le pareció interminable pero ella seguía avanzando hacia su destino.
   Cuando llegó a la puerta blanca, en forma precipitada se dio vuelta, había sentido ruidos en el otro extremo. Su corazón latía muy fuerte, apoyó la espalda contra la pared y  contuvo la respiración. Había sido una falsa alarma.
  Esperó unos minutos más y estiró el brazo en forma lenta hacia el picaporte, volvió a mirar atrás, el miedo la invadía, respiró profundo, lo hizo girar. Dudó, se sintió aterrada, tembló, sintió que las piernas ya no la sostenían pero a pesar de todo, empujó con suavidad y abrió la puerta prohibida.


lunes, 6 de agosto de 2018

Reencuentro


Reencuentro

   Se encontraron en Tucumán, habían pasado alrededor de nueve años sin verse y ya no eran los mismos.
   Se descubrieron en una mirada, entre la multitud que paseaba por la calle principal y no pudieron dejar de sonreír.
   Él había ido a la provincia por trabajo. Luego de un viaje poco placentero en avión decidió alojarse en el hotel, dejar sus cosas y descansar un rato. La tormenta y turbulencia en pleno vuelo, lo habían puesto nervioso.
   Ya instalado en la habitación que le pagaban desde la empresa, se tiró en la cama control remoto en mano y empezó a pasar los canales, ¿que podía ver? Tras quince insoportables minutos de ir y venir de canal en canal, apagó el televisor para tomar una ducha.
  Se sentía cansado y no solamente por el viaje sino por la situación que estaba viviendo. Un trabajo sofocante que le absorbía la mayoría del día y para colmo de eso,  en la casa la situación no marchaba nada bien. Tenía la pequeña sospecha de que su novia, que estaba demasiado distante, en algo raro andaba.
   Luego de la ducha se vistió con un jean y una remera gris. Hacía calor pero era soportable, por lo que tomó su billetera, las llaves de la habitación y salió del hotel a pasear por el centro.
   La caminata, mientras miraba vidrieras, le hizo dar ganas de tomar una cerveza bien fría. Por eso empezó a buscar un bar con la mirada; un bar que le gustara, para sentarse en una mesa, en la vereda y poder ver el constante ir y venir de las personas.
De tanto pasear su mirada, sus ojos chocaron a la distancia con otros ojos, cuyo rostro él vio sonreír al instante.
  Se acercaron abriéndose paso entre la multitud y se dieron un abrazo fuerte que duró varios segundos. Tras el saludo, comenzaron a contar en forma resumida, el uno al otro, qué había sido de sus vidas, luego de tantos años sin verse. Al cabo de varios minutos de conversación, él comentó que estaría allí solo por tres días, a lo que ella sugirió que los aprovecharan al máximo.
  Esa noche él tenía la cena de bienvenida a la convención de la empresa para la que trabajaba y no podía faltar, por eso quedaron en verse al día siguiente, por la mañana.
   Cuando sonó el despertador a las nueve de la mañana, él se levantó de prisa, se vistió y salió del hotel, directo a la calle que le había dicho su amiga para encontrarse y desayunar juntos.
   Se citaron en una esquina, en la puerta de un bar colorido, iluminado, y al llegar buscaron una mesa en el segundo piso. Después de desayunar y de mirarse continuamente, penetrándose con la mirada salieron a caminar por las calles de Tucumán, mientras ella mostraba los lugares turísticos y conversaban de eso.
   Ella lo tomó de la mano y él la dejó hacer. Luego vino un beso, otro y otro más. Hasta que sacando del bolsillo las llaves de su casa, le dijo que estaba sola.
   Por unos segundos, él sintió un cosquilleo en el estómago y recordó años atrás cuando habían sido novios, esos instantes que aún tenía guardados en la memoria. Sin embargo con ese recuerdo, se le cruzó la imagen de su actual pareja; entonces, con voz seria dijo que no era una buena idea, que cada uno tenía su vida, que
no pusieran en riesgo sus matrimonios.
  Durante los dos días restantes que él estuvo en el Congreso no pensó en otra cosa que en ella. Pensó en tragarse sus propias palabras e ir a verla, pensó en decirle que quería estar con ella una noche, que disfrutaran eso, a pesar de las circunstancias. Pero una y otra vez se frenaba.
   Al regresar a Buenos Aires, tal como él quería nadie lo esperaba en el aeropuerto porque nunca había dicho a qué hora llegaba. Entonces, apareció de sorpresa en su departamento pensando en abrazar a su pareja y en decirle cuánto la amaba.
   Sin embargo, al abrir la puerta se encontró con el espectáculo que venía sospechando hacía meses, su pareja estaba con otro.
   Cerró la puerta de un golpe y sin más, regresó al aeropuerto y tomó el primer vuelo  a Tucumán. Una vez allí se alojó en el mismo hotel en el que había estado hasta el día anterior, llamó por teléfono a su amiga y le
preguntó si estaba libre por la noche.
   Ella sorprendida de escuchar la invitación le dijo:
- Arreglo todo y nos vemos a las diez.
Y las diez en punto sonaron suaves golpes en la puerta de la habitación.


martes, 12 de junio de 2018

Instantes perfectos

Instantes perfectos

  - ¿Te acompaño?- le dijo. Ella dudó unos segundos, ¿acompañarla, por qué, para qué, y por qué no?
  Se habían conocido hacía un año y no se habían vuelto a ver. El destino los cruzó ese día en una conferencia, por causalidad. ¿Por casualidad? No, las casualidades no existen.
  En ese mismo instante ella recordó que había arreglado no tener horarios para regresar. Y aceptó la propuesta. 
  - ¿Y si me acompañás a almorzar?- redobló la apuesta. 
  Y se fueron caminando juntos, a paso lento por la vereda, con el sol del otoño sobre las espaldas y las hojas amarillas cayendo en forma lenta como una cortina de agua.
   Entraron a un restaurante pequeño, no muy iluminado y se sentaron en una mesita del fondo. Él pidió una milanesa completa, estaba sin desayunar; ella miró la carta de pastas pero prefirió una suprema con ensalada. 
   Durante el almuerzo, charlaron de muchos temas y en cada diálogo se encontraron con sus miradas. En esas miradas había sentimientos no dichos que él se animó a exponer
  - Te pienso a cada instante, desde que te conocí no dejo de pensarte y de imaginar con vos, momentos como este.
   Ella calló, lo miró por varios segundos a los ojos y le contestó
 - Pensé que era cosa mía, pero yo tampoco te puedo sacar de mi cabeza.
   Entonces, se tomaron de las manos, se acariciaron, entrelazaron sus dedos disfrutando el momento. Entendieron que había muchos puntos que los unían y que deseaban compartir miles de instantes, juntos.
   Al finalizar el almuerzo salieron otra vez a la calle, caminaron varias cuadras y se tomaron de la mano mientras continuaron conversando. Con ganas de decirse todo, como si fuera la última vez y con muchos silencios que, lejos de ser incómodos, se transformaban en suspiros.
   Cuando llegaron a la plaza más cercana se sentaron en uno de los bancos, el pasó su brazo por sobre el hombro de ella, mientras ella apoyaba la cabeza sobre el hombro de él.
   Estuvieron así varios minutos conversando hasta que ella se paró, se sentó sobre sus piernas y se fundieron en un beso que dejó boquiabierto a más de un transeúnte.
   Tras el beso se escrutaron con los ojos, con los corazones latiendo muy fuerte. Se acariciaron, las mejillas, los labios y volvieron a besarse deseando que ese momento no terminara nunca.
   Los besos se hicieron cada vez más intensos, más apasionados, más largos, más sentidos. Él le pasó la mano por adentro de la ropa y comenzó a acariciarle la espalda. Parecía que ya ni las miradas, ni los besos alcanzaban para expresar lo que sentía el uno por el otro. 
   - Te quiero- le dijo por fin él.
   Ella respiró profundo, lo volvió a mirar a los ojos por unos segundos hasta que se atrevió a contestarle. 
  - Yo también te quiero.
    A partir de ese instante sus sentimientos ya no tuvieron retorno, las cartas estaban echadas.
   Se levantaron del banco y siguieron caminando hasta que llegaron a la parada del micro que los separaría. Allí, volvieron a fundirse en un abrazo y un beso eterno sabiendo que no sería el último.
   Cuando ella subió al micro se miraron una vez más, con una de esas miradas que va más allá de los ojos y penetra en el alma. Y se separaron, él salió caminando para el lado opuesto mientras que ella se sentó en uno de los primeros asientos.
   Sabían que esos instantes perfectos se iban a repetir y que no iba a pasar mucho tiempo para que eso ocurriera; los dos lo necesitaban, los dos lo querían, lo deseaban.Tendrían que esperar el momento oportuno pero el paso ya estaba dado, se querían y no había vuelta atrás.
   Entonces, la ciudad los fagocitó nuevamente y los transportó a su vida cotidiana. Pero sus corazones habían quedado unidos por lo dicho, lo no dicho, por las miradas y por sobre todo, por el deseo.

jueves, 24 de mayo de 2018

Preguntas

Preguntas


¿Qué pasa cuando crees 
que el tiempo de tus manos se ha escapado,
que ya pasó tu vida,
que la época más linda se ha fugado?

¿Qué pasa cuando sientes
que todo lo mejor lo has desaprovechado,
que el tiempo se termina 
pero aún vos no has empezado?


jueves, 19 de abril de 2018

El muro de mi casa


El muro de mi casa

   La casa donde viví durante toda mi infancia tenía un jardín amplio, tan amplio que era mi mundo. El patio medía 35 metros de largo, por 10 de ancho, mi mundo mucho más.
   Árboles, plantas con flores, arbustos, enredaderas y mucho césped copaban el lugar de punta a punta y se convertía casi todas las tardes en mi espacio de juego. A cada lado, una medianera de ladrillo a la vista, unidos entre sí con una mezcla de barro y arena, separaba el espacio de la casa de los vecinos, separación que permitía colocar la punta de los pies y usar los ladrillos como escalera para trepar y poder asomar la cabeza por arriba de la pared y ver los jardines ajenos.
   A poco de comenzar mi cuarto año de la primaria, regresaba a mi casa luego de una mañana en la escuela y comprobé que en una de las casas que lindaba con la mía había gente mudándose. Para mi sorpresa pude ver que era un matrimonio con dos hijas.
   Con el correr de los días y por esas cosas bien de los barrios, supe sin preguntar que las chicas nuevas se llamaban Mariana, quien tenía mi edad, y Carolina, dos años menor que yo; que iban a un colegio religioso y que les gustaba jugar mucho en el patio de su nueva casa que era tan amplio como el mío.
   Un día de otoño, decidí salir a jugar como era mi costumbre y al llegar a la mitad del camino de portland que recorría el jardín, descubrí a Carolina trepada a la medianera. Sus ojos marrones escudriñaban alrededor de nuestro patio, sus largos rizos rubios se confundían con las hojas amarillas de los árboles. La miré desde atrás de una planta y pude ver en su cara blanca y redonda una gran sonrisa, lo que me dio confianza para acercarme de a poco y saludarla.
   A pesar de mi timidez, el saludo fue una ventana abierta para comenzar un diálogo que, con el correr de los días y las semanas se transformó en amistad. Mariana, aunque con menor frecuencia, también se sumó a los encuentros diarios por sobre la medianera.
   Nuestras charlas podían durar horas y llegamos a ponernos un apodo grupal para poder llamarnos por encima de la pared y así saber que estábamos en el patio. Reconozco que ellas la tenían más fácil para trepar porque en vez de subirse a la pared podían hacerlo en una amplia higuera. Era gracioso porque en los dos patios había higueras y ambas estaban plantadas a la misma altura de cada jardín por lo que quedaban enfrentadas entre sí y hasta unían sus ramas por encima de la medianera.
   La diferencia estaba en el tronco. La higuera del patio de mi casa tenía un tronco frondoso y las ramas estaban muy altas como para trepar. Se necesitaba destreza, cosa que nunca tuve o una buena escalera. En cambio, la higuera del patio de las chicas tenía un tronco pequeño de una altura de no más de un metro y de allí surgía innumerable ramas que servían de escalones y a su vez de asientos.
Así, la hora de la siesta se transformó en el momento de encuentro habitual. Risas, cuentos, juegos, todo por encima de la medianera. Al fin, después de tantos años de soledad en el barrio pude encontrar amigas tan maravillosas.
   Un día en que estaba charlando con Carolina, le comenté que nos íbamos a ir de vacaciones con mi familia, por lo que estaríamos quince días sin vernos. Esa tarde aprovechamos las horas de sol y charlamos y jugamos hasta la hora de cenar.
   Ya durante los últimos días de las vacaciones no veía la hora de reencontrarme y llevarles de regalo, a cada una, los collares que había armado con caracoles de la playa.
   Pasaron quince días y ya estábamos de regreso. Luego de ordenar toda la ropa y vaciar los bolsos, tarea que me había encomendado mi madre, recién pude salir al patio a llamar a las chicas. Había envuelto los collares en papel de regalo y había escrito una breve nota para cada una.
   Las llamé pero pasaron unos minutos y no venían, por lo que volví a insistir. ¿Me habrían escuchado? Volví a llamarlas, esta vez con más énfasis, nada. Me sorprendió el silencio sepulcral que había en todo el patio y en la casa, entonces decidí pegar la vuelta e ir por la vereda a tocar timbre, algo inusual para nosotras. Solo quería disfrutar del reencuentro, tenían que tener mis collares, teníamos que vernos.
   Al salir, una vecina que me vio dirigirme hacia la casa de las chicas me llamó y me dijo que no tocara timbre porque la vivienda estaba vacía. La miré sin preguntar, sin embargo ella siguió hablando, típica vecina de esas que sabía todo lo que sucedía en el barrio. Así me enteré de que hacía un par de días que la familia se había mudado de ciudad. Quedé petrificada, sin poder articular palabra. Sola, otra vez, en el barrio.
   Nunca supe porqué, ni a dónde se fueron. Tampoco tuve la oportunidad de despedirme. Años después, ordenando mis cajas viejas encontré los dos paquetes de papel para regalo con los collares de caracoles; al verlos, entristecí recordando a mis amigas que se habían esfumado por siempre en forma abrupta y me invadió la melancolía. Melancolía que me acompaña tras cada historia que vivo luego de ese suceso tan inesperado.
   Hoy las recuerdo con cariño, como algo lejano de mi vida que me ayudó a vivir días en los que sentí felicidad.