El muro de mi casa
La casa donde viví durante toda mi infancia tenía un jardín
amplio, tan amplio que era mi mundo. El patio medía 35 metros de largo, por 10
de ancho, mi mundo mucho más.
Árboles, plantas con flores, arbustos, enredaderas y mucho césped
copaban el lugar de punta a punta y se convertía casi todas las tardes en mi
espacio de juego. A cada lado, una medianera de ladrillo a la vista, unidos
entre sí con una mezcla de barro y arena, separaba el espacio de la casa de los
vecinos, separación que permitía colocar la punta de los pies y usar los
ladrillos como escalera para trepar y poder asomar la cabeza por arriba de la
pared y ver los jardines ajenos.
A poco de comenzar mi cuarto año de la primaria, regresaba a
mi casa luego de una mañana en la escuela y comprobé que en una de las casas
que lindaba con la mía había gente mudándose. Para mi sorpresa pude ver que era
un matrimonio con dos hijas.
Con el correr de los días y por esas cosas bien de los
barrios, supe sin preguntar que las chicas nuevas se llamaban Mariana, quien
tenía mi edad, y Carolina, dos años menor que yo; que iban a un colegio
religioso y que les gustaba jugar mucho en el patio de su nueva casa que era
tan amplio como el mío.
Un día de otoño, decidí salir a jugar como era mi costumbre
y al llegar a la mitad del camino de portland que recorría el jardín, descubrí
a Carolina trepada a la medianera. Sus ojos marrones escudriñaban alrededor de
nuestro patio, sus largos rizos rubios se confundían con las hojas amarillas de
los árboles. La miré desde atrás de una planta y pude ver en su cara blanca y
redonda una gran sonrisa, lo que me dio confianza para acercarme de a poco y
saludarla.
A pesar de mi timidez, el saludo fue una ventana abierta
para comenzar un diálogo que, con el correr de los días y las semanas se
transformó en amistad. Mariana, aunque con menor frecuencia, también se sumó a
los encuentros diarios por sobre la medianera.
Nuestras charlas podían durar horas y llegamos a ponernos un
apodo grupal para poder llamarnos por encima de la pared y así saber que
estábamos en el patio. Reconozco que ellas la tenían más fácil para trepar
porque en vez de subirse a la pared podían hacerlo en una amplia higuera. Era
gracioso porque en los dos patios había higueras y ambas estaban plantadas a la
misma altura de cada jardín por lo que quedaban enfrentadas entre sí y hasta
unían sus ramas por encima de la medianera.
La diferencia estaba en el tronco. La higuera del patio de
mi casa tenía un tronco frondoso y las ramas estaban muy altas como para
trepar. Se necesitaba destreza, cosa que nunca tuve o una buena escalera. En
cambio, la higuera del patio de las chicas tenía un tronco pequeño de una
altura de no más de un metro y de allí surgía innumerable ramas que servían de
escalones y a su vez de asientos.
Así, la hora de la siesta se transformó en el momento de
encuentro habitual. Risas, cuentos, juegos, todo por encima de la medianera. Al
fin, después de tantos años de soledad en el barrio pude encontrar amigas tan
maravillosas.
Un día en que estaba charlando con Carolina, le comenté que nos íbamos a ir de vacaciones con mi familia, por lo que
estaríamos quince días sin vernos. Esa tarde aprovechamos las horas de sol
y charlamos y jugamos hasta la hora de cenar.
Ya durante los últimos días de las vacaciones no veía la
hora de reencontrarme y llevarles de regalo, a cada una, los collares que había
armado con caracoles de la playa.
Pasaron quince días y ya estábamos de regreso. Luego de
ordenar toda la ropa y vaciar los bolsos, tarea que me había encomendado mi
madre, recién pude salir al patio a llamar a las chicas. Había envuelto los
collares en papel de regalo y había escrito una breve nota para cada una.
Las llamé pero pasaron unos minutos y no venían, por lo que
volví a insistir. ¿Me habrían escuchado? Volví a llamarlas, esta vez con más
énfasis, nada. Me sorprendió el silencio sepulcral que había en todo el patio y
en la casa, entonces decidí pegar la vuelta e ir por la vereda a tocar timbre,
algo inusual para nosotras. Solo quería disfrutar del reencuentro, tenían que
tener mis collares, teníamos que vernos.
Al salir, una vecina que me vio dirigirme hacia la casa de
las chicas me llamó y me dijo que no tocara timbre porque la vivienda estaba
vacía. La miré sin preguntar, sin embargo ella siguió hablando, típica vecina
de esas que sabía todo lo que sucedía en el barrio. Así me enteré de que hacía
un par de días que la familia se había mudado de ciudad. Quedé petrificada, sin
poder articular palabra. Sola, otra vez, en el barrio.
Nunca supe porqué, ni a dónde se fueron. Tampoco tuve la
oportunidad de despedirme. Años después, ordenando mis cajas viejas encontré
los dos paquetes de papel para regalo con los collares de caracoles; al verlos, entristecí recordando a mis amigas que se habían esfumado por siempre en forma
abrupta y me invadió la melancolía. Melancolía que me acompaña tras cada
historia que vivo luego de ese suceso tan inesperado.
Hoy las recuerdo con cariño, como algo lejano de mi vida que
me ayudó a vivir días en los que sentí felicidad.
¡Excelente y tierno relato! ¡Bienvenida!
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