martes, 2 de agosto de 2016

Muerte

Muerte

   Había tenido una mala noche. Dar vueltas, solo, en la cama, lo ponía de mal humor. Ese mal humor le impedía conciliar el sueño, lo que provocaba que diera más vueltas en la cama. Y se tornaba en una situación de nunca acabar.
   Entonces se levantaba y acercaba a la ventana para observar, entre las rejas negras, la luna llena que iluminaba el paisaje. La ventana era estrecha y estaba ubicada a una altura de dos metros del piso, por lo que debía subirse a un pequeño banco y pegar su nariz a las rejas mientras se paraba con la punta de los dedos del pie.
   Todo ese esfuerzo era en vano, su mente estaba ajena a lo que veían sus ojos. Por su mente pasaban palabras, frases, párrafos. Desfilaban, también, cuerpos de mujeres voluptuosas, el agua, su gran aliada, y la figura dominante de la madre.
   Era en ese momento cuando, sin control alguno, empezaban los gritos y los golpes en la pared. ¿Dónde habían dejado su cortaplumas? Entonces entraban los enfermeros. Era la hora de la pastilla.
      Luego, la puerta se cerraba. Sin inmutarse, él continuaba sentado en la cama escrutando el cielorraso.
   Por momentos, bajaba la mirada y se quedaba observando la pared. Pero había algo en esa pared blanca que lo perturbaba. No estaba seguro de qué era; podía ser el color, podían ser las grietas o, tal vez, la figura de su madre que todos los días lo visitaba.
   Con la sonrisa y los brazos abiertos, salía del revoque, lo estrechaba entre sus brazos, y se dedicaba a caminar de un lado a otro de la habitación, dándole indicaciones.
   De repente desaparecía y reaparecía con la misma vehemencia. El dedo índice en alto, señalando, en el aire, nerviosa. Su voz se elevaba, sin embargo nadie parecía escucharla.
    Y el padre, con la amante de turno, que se tumbaba en el colchón; se encargaba de provocar los gritos de furia de la madre.
   Guy trataba de apartar a esa mujer, intentando sacarla de su cama, agitando los brazos con la mayor fuerza posible, para nadar en esa habitación que estaba desbordada de río, hasta el cielorraso. Y gracias a esa fuerza, que había desarrollado desde la juventud, lograba tirar a la amante, al suelo.
   Los gritos no cesaban. Loca, loca, loca. Puñetazos al aire, a la cama, a la pared, a la perturbadora pared.
   Frente a tanto alboroto, se abría la puerta. Los enfermeros ingresaban con el chaleco de fuerza, encontrando a Guy tirado en el piso. Y la escena se repetía, como tantas veces. Lo tomaban de las piernas y del torso, y lo tiraban sobre el colchón.
   Entre gritos y blasfemias, él se defendía moviendo el cuerpo como si fuera un gusano. Se arqueaba y se estiraba con rapidez. Por eso, los enfermeros lo sujetaban con más fuerza y con una envidiable habilidad y destreza, le ponían el chaleco de fuerza alrededor del cuerpo.
   Con los brazos pegados al torso, Guy se quedaba sentado en la cama. La respiración agitada, los ojos rojizos, las manos rígidas.
   La pared seguía blanca, por más que se empeñara en tratar de cambiar el color con la mirada. Hubiera preferido el color agua, pero ellos la mantenían blanca.
   De tanto observar la pared, descubrió que ya no estaba. Un mundo nuevo se desplegaba ante sus ojos.
   Entonces esbozó una sonrisa y bajó los párpados. Casi sin mover la cabeza, se miró el chaleco de fuerza y se quedó sentado, tieso, mirando el piso. Había tomado una decisión: irse; y se fue. La mirada inerte, el corazón sin ritmo, la sangre fría, los músculos inmóviles.
   Se miró al espejo, y alisó la parte delantera de la chaqueta. Estaba impecable.
    Sobre el mueble contiguo al espejo, había dejado el perfume. Se aplicó unas gotas en el cuello, y en los puños de la camisa.
   Con paso rápido se dirigió hacia la puerta, salió y cerró con llave. Ya en la calle miró, el cielo: era un día perfecto para navegar. Sabía que ella lo estaba esperando en el muelle.
   El agua estaba calma, contrarrestaba con el corazón de la joven, que latía acelerado, esperando. La respiración agitada, hacía que los pechos rebosaran aún más sobre el pronunciado escote que los dejaba casi al descubierto.
   A lo lejos divisó un carruaje gris oscuro, tirado por dos caballos. Era Guy que llegaba a toda prisa.
   Al descender, agitó su brazo a modo de saludo y se acercó al muelle casi corriendo. La joven esbozó una sonrisa.
   Él la invitó, con un gesto, a abordar el Bel Ami. Sin decir una palabra, la tomó de la cintura para ayudarla a subir.
   El yate emprendió la retirada y al cabo de unos minutos se perdió de la vista, del agua, del mundo; y dejó de respirar.


Ficción sobre Guy de Mauppasant
  Publicada en Grandes periodistas. Grandes Escritores (Volumen II). 
Ediciones de Periodismo y Comunicación. F.P. y C.S. UNLP 

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