jueves, 19 de abril de 2018

El muro de mi casa


El muro de mi casa

   La casa donde viví durante toda mi infancia tenía un jardín amplio, tan amplio que era mi mundo. El patio medía 35 metros de largo, por 10 de ancho, mi mundo mucho más.
   Árboles, plantas con flores, arbustos, enredaderas y mucho césped copaban el lugar de punta a punta y se convertía casi todas las tardes en mi espacio de juego. A cada lado, una medianera de ladrillo a la vista, unidos entre sí con una mezcla de barro y arena, separaba el espacio de la casa de los vecinos, separación que permitía colocar la punta de los pies y usar los ladrillos como escalera para trepar y poder asomar la cabeza por arriba de la pared y ver los jardines ajenos.
   A poco de comenzar mi cuarto año de la primaria, regresaba a mi casa luego de una mañana en la escuela y comprobé que en una de las casas que lindaba con la mía había gente mudándose. Para mi sorpresa pude ver que era un matrimonio con dos hijas.
   Con el correr de los días y por esas cosas bien de los barrios, supe sin preguntar que las chicas nuevas se llamaban Mariana, quien tenía mi edad, y Carolina, dos años menor que yo; que iban a un colegio religioso y que les gustaba jugar mucho en el patio de su nueva casa que era tan amplio como el mío.
   Un día de otoño, decidí salir a jugar como era mi costumbre y al llegar a la mitad del camino de portland que recorría el jardín, descubrí a Carolina trepada a la medianera. Sus ojos marrones escudriñaban alrededor de nuestro patio, sus largos rizos rubios se confundían con las hojas amarillas de los árboles. La miré desde atrás de una planta y pude ver en su cara blanca y redonda una gran sonrisa, lo que me dio confianza para acercarme de a poco y saludarla.
   A pesar de mi timidez, el saludo fue una ventana abierta para comenzar un diálogo que, con el correr de los días y las semanas se transformó en amistad. Mariana, aunque con menor frecuencia, también se sumó a los encuentros diarios por sobre la medianera.
   Nuestras charlas podían durar horas y llegamos a ponernos un apodo grupal para poder llamarnos por encima de la pared y así saber que estábamos en el patio. Reconozco que ellas la tenían más fácil para trepar porque en vez de subirse a la pared podían hacerlo en una amplia higuera. Era gracioso porque en los dos patios había higueras y ambas estaban plantadas a la misma altura de cada jardín por lo que quedaban enfrentadas entre sí y hasta unían sus ramas por encima de la medianera.
   La diferencia estaba en el tronco. La higuera del patio de mi casa tenía un tronco frondoso y las ramas estaban muy altas como para trepar. Se necesitaba destreza, cosa que nunca tuve o una buena escalera. En cambio, la higuera del patio de las chicas tenía un tronco pequeño de una altura de no más de un metro y de allí surgía innumerable ramas que servían de escalones y a su vez de asientos.
Así, la hora de la siesta se transformó en el momento de encuentro habitual. Risas, cuentos, juegos, todo por encima de la medianera. Al fin, después de tantos años de soledad en el barrio pude encontrar amigas tan maravillosas.
   Un día en que estaba charlando con Carolina, le comenté que nos íbamos a ir de vacaciones con mi familia, por lo que estaríamos quince días sin vernos. Esa tarde aprovechamos las horas de sol y charlamos y jugamos hasta la hora de cenar.
   Ya durante los últimos días de las vacaciones no veía la hora de reencontrarme y llevarles de regalo, a cada una, los collares que había armado con caracoles de la playa.
   Pasaron quince días y ya estábamos de regreso. Luego de ordenar toda la ropa y vaciar los bolsos, tarea que me había encomendado mi madre, recién pude salir al patio a llamar a las chicas. Había envuelto los collares en papel de regalo y había escrito una breve nota para cada una.
   Las llamé pero pasaron unos minutos y no venían, por lo que volví a insistir. ¿Me habrían escuchado? Volví a llamarlas, esta vez con más énfasis, nada. Me sorprendió el silencio sepulcral que había en todo el patio y en la casa, entonces decidí pegar la vuelta e ir por la vereda a tocar timbre, algo inusual para nosotras. Solo quería disfrutar del reencuentro, tenían que tener mis collares, teníamos que vernos.
   Al salir, una vecina que me vio dirigirme hacia la casa de las chicas me llamó y me dijo que no tocara timbre porque la vivienda estaba vacía. La miré sin preguntar, sin embargo ella siguió hablando, típica vecina de esas que sabía todo lo que sucedía en el barrio. Así me enteré de que hacía un par de días que la familia se había mudado de ciudad. Quedé petrificada, sin poder articular palabra. Sola, otra vez, en el barrio.
   Nunca supe porqué, ni a dónde se fueron. Tampoco tuve la oportunidad de despedirme. Años después, ordenando mis cajas viejas encontré los dos paquetes de papel para regalo con los collares de caracoles; al verlos, entristecí recordando a mis amigas que se habían esfumado por siempre en forma abrupta y me invadió la melancolía. Melancolía que me acompaña tras cada historia que vivo luego de ese suceso tan inesperado.
   Hoy las recuerdo con cariño, como algo lejano de mi vida que me ayudó a vivir días en los que sentí felicidad.