viernes, 4 de marzo de 2016

Manos de tierra

Manos de tierra



   Del motor comenzó a salir humo blanco. Julio hizo un movimiento brusco con el volante para esquivar una piedra pero no pudo. El neumático delantero izquierdo se pinchó.
   Entonces frenó, se bajó del auto, levantó el capó y empezó a mirar el motor de un lado al otro como si estuviera tomando fotografías con sus ojos. ¿A quién engañaba? Si no sabía nada de mecánica.
   El viento soplaba cada vez más fuerte, por lo que tenía que entrecerrar los ojos; sin embargo a lo lejos divisó un bulto que se acercaba por el camino de tierra.
   Era un auto pequeño, blanco, que levantaba una sofocante polvareda tras de sí. Julio se paró en el medio del camino y comenzó a agitar los brazos por sobre su cabeza. El auto que venía en dirección contraria detuvo su marcha y el conductor bajó sonriendo.
   El polvo cubría la escena pero Juan ya había visto que era su amigo quien pedía auxilio al otro lado del camino.
   Recién cuando estuvo a cinco metros de Julio, éste lo reconoció y lo saludó con un abrazo que pareció interminable. Hacía siete meses que no se veían.
   Caminaron hasta el auto averiado y tras observar en forma genérica Juan le pidió a su amigo que abriera el baúl para tomar herramientas.
   Entonces lo vio. Debajo de los destornilladores y a la izquierda de la rueda de auxilio estaba el álbum verde, ese que compilaba las fotografías tomadas por Julio y que alguna tarde habían acomodado juntos.
   En pocos segundos la cabeza de Juan fue una catarata de recuerdos. Abrió el álbum y vio la primera fotografía. Esos ojos negros de pupilas penetrantes que se clavaban en cualquier objeto. Era el niño que tantas veces se había presentado en sus sueños. Ojos tristes, ojos cansados.
   Juan los miró fijo y sus ojos se volvieron uno con los del niño. Hacían juego con la remera a rayas, sucia, carcomida; los pantalones cortos y las rodillas raspadas.
   Cuando Juan miró su remera contó las manchas o intentó contarlas, pues mientras estaba enfrascado en la tarea sintió que su madre lo tomaba de la mano y empezaban a caminar.
    No sabía hacia dónde, pero caminaban junto a un grupo de personas con rostros apesadumbrados.
   Algunos llevaban bolsos; otros, las manos vacías. Pero todos parecían dispuestos a llegar a algún lado, a conocer su destino.
   Juan apuraba el paso al mismo tiempo que observaba a su alrededor. Algunos niños iban jugando entre sí e intentaban correr más allá del grupo, pero de inmediato sus padres los llamaban para que no se alejaran.
   Cuando él intentó separar su mano de la de su madre, ésta lo apretó más fuerte y le tiró del brazo. Él la miró, pero la angustia que se reflejaba en el rostro de ella hizo que no pronunciara palabra alguna.
   Sayula había quedado a dos kilómetros de distancia y el viento se hacía sentir al mismo tiempo que los árboles iban desapareciendo poco a poco del paisaje.
   Los hombres discutían entre sí, acalorados y gesticulando con sus brazos, los más ancianos iban en el medio del grupo como protegidos por el resto, de tanto desierto y tanto sol.
   A medida que avanzaban el calor aumentaba. Juan empezó a transpirar. Con la mano que tenía libre sacó un pañuelo blanco del bolsillo de su bermudas  y se lo pasó por la frente. Ese gesto fue como una revelación.
   Fue en ese instante cuando pareció comprender hacia dónde iban y porqué. Y entonces se olvidó de los juegos, y se propuso llegar entero. A pesar de las llagas que se le  formaban en las plantas de los pies.
   Caminó sin quejas, mostrando fortaleza, acompañando al grupo y animándolos a seguir cuando las fuerzas parecían faltar.
  De pronto uno de los del grupo señaló el horizonte. A lo lejos se divisaban formas agrupadas. No se distinguía qué era pero eran las primeras sombras tras doce kilómetros transitados.
   La mayoría comenzó a mostrar nerviosismo. Apuraron el paso a pesar del cansancio acumulado y las sombras parecían acercase cada vez más.
   Las gargantas resecas y la piel ajada  no eran impedimento para llegar. A medida que se acercaban aquellas lejanas siluetas cobraban altura. Entonces Juan imaginó frondosos y verdes árboles para trepar a pesar de sus rodillas raspadas.
   Caminó durante unos segundos con los ojos cerrados, deseando que hubiera pasto que cubriera el terreno, perros jugando y un arroyo estrecho y limpio que se pudiera cruzar de un gran salto.
   Mientras imaginaba esto, un ruido lo trajo a la realidad. Era Julio que, tras colocarle agua al radiador como él le había indicado, estaba poniendo en marcha el auto.
   Luego de dos o tres intentos el vehículo arrancó. Juan esbozó una sonrisa y al comprobar que, no sabía muy bien en qué momento, ya había cambiado el neumático averiado por el de auxilio, dejó las herramientas nuevamente en el baúl.  Miró otra vez la portada del álbum y saludó a su amigo que estaba listo para continuar el trayecto. Sin embargo Julio sacó las llaves,  fue hacia el baúl y tomó el álbum verde.
   Los dos se sentaron bajo el único árbol en cien metros a la redonda y terminaron de ver juntos las fotografías.
   Los recuerdos de la militancia en el Instituto Indigenista estaban latentes. Cada foto contaba una historia diferente, a través de los rostros, de la expresión de las miradas, de las manos resecas y las vestimentas gastadas. 
    La sabiduría que le había transmitido su madre, aquellas convicciones y valores que siempre había admirado, eran los pilares del amor por los suyos: los humildes.
   Juan sintió la grandeza de cada uno de los retratados y recordó el sacrificio que habían hecho reclamando lo suyo, excluidos, marginados, enajenados en su propio territorio.
Personas que habían transitado la vida luchando por una parte digna de terreno y habían muerto sin poder ver a los suyos en paz. Por eso él pensaba que sólo son superiores a los vivos, los que están bajo tierra.  Es bajo tierra donde la grandeza perdura para siempre.
   Los dos amigos siguieron recordando historias sin darse cuenta de que el sol ya estaba cerca del horizonte. No sabían cuánto tiempo habían estado allí sentados pero era la hora de despedirse.
   Se abrazaron una vez más y prometieron no dejar pasar tantos meses sin verse. Julio se paró primero y se dirigió al auto. Tras guardar el álbum, se dio vuelta para observar a su amigo.
   Antes de levantarse, Juan posó la palma derecha sobre el suelo reseco cerró el puño tomando un cúmulo de polvo y levantando apenas unos centímetros el brazo, lo dejó escurrir entre los dedos mientras el viento se llevaba la tierra hacia el llano.

Ficción sobre Juan Rulfo.

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