jueves, 28 de agosto de 2025

Diez minutos

 

Una vez al día, por la mañana, llegaba al pequeño pueblo un micro de larga distancia. Lo que recuerdo de ese lugar, es que se veían cinco casas, por aquel entonces, estoy hablando del año 1994, una pequeña escuela y una iglesia, sumado a la estación de tren. Desde la ruta 3,  hasta el paraje había un camino de dos kilómetros, angosto, que por suerte, estaba asfaltado. Luego, se llegaba a una calle de tierra, casi tan ancha como una avenida, que tenía una extensión de no más de tres cuadras.

A la izquierda del camino, un almacén hacía las veces de terminal y los micros paraban cerca de la puerta, unos diez minutos a la espera del ascenso y descenso de personas. El resto del lugar visible desde el colectivo estaba comprendido por dos casas frente al almacén, otra casa a la derecha, y un tanto más alejadas de éstas y a la derecha del camino, dos casas más que eran las más pequeñas y las más devastadas por el paso del tiempo. 

Si la memoria no me falla, en uno de los extremos se situaba la iglesia y, en el otro, la estación de tren, cuyas vías pasaban por el medio del pueblo y muy cerca de la escuela, que se destacaba por estar pintada de color rosa.

Marianela se sentaba detrás de la ventana del comedor de su casa, situada frente al almacén, y miraba hacia el camino para divisar el colectivo. Yo la veía desde la ventanilla y cuando el micro estacionaba, aprovechaba para bajar y prender un Chesterfield y ella salía a mi encuentro. Casi siempre me pedía una pitada, en su casa tenía prohibido fumar y mucho menos la dejaban usar minifaldas tan cortas como las que usaba yo. 

Entre encuentro y encuentro, forjamos nuestra relación, hablando de la vida, del trabajo, de los sueños, de las prohibiciones. En esos intercambios comenzamos a revelar nuestro sentimiento mutuo, nuestras miradas hablaban por sí solas, pero no nos atrevíamos a manifestarlo con palabras, ni con gestos.

Yo tenía veintiún años y estudiaba Letras en La Plata, ella  trabajaba haciendo viandas para los choferes de larga distancia y para vender en el almacén, que era propiedad de su padre. Siempre me contaba que le hubiera gustado poder estudiar una carrera universitaria, pero que en la casa le habían dicho que tenía que trabajar para continuar con el negocio de la familia.  

Nos veíamos una vez por mes, durante los diez minutos que duraba la estadía del colectivo y luego nuestro contacto seguía por carta. Cartas que tardaba una eternidad en llegar, pero que esperábamos con ansias. Allí nos contábamos nuestras alegrías, nuestras frustraciones y ella siempre manifestaba lo monótona que era su vida envidiando en secreto mi libertad como  mujer en la capital de la provincia. 

Con sus veintidós años, nunca había estado en una fiesta, ni bailado un lento, no sabía de plenarios militantes, ni de trasnochar escuchando música o fumando con amistades en las esquinas del centro comercial. Lo que más la mantenía viva era saber que una vez por mes, yo viajaba a visitar a mi familia que vivía cerca de su pueblo y entonces, compartíamos diez minutos, un cigarrillo, un abrazo, una despedida.

Durante uno de nuestros encuentros me comentó que se iba a ir de la casa, que quería ser profesora de dibujo, que estaba cansada de que le impusieran cómo vestirse, cómo comportarse, qué decir, y que hasta la habían tratado de relacionar con un muchacho mayor que ella, propietario de unas hectáreas por la zona, para que formaran pareja.

Recuerdo como si fuera hoy, ese día de lluvia torrencial en La Plata. Eran casi las dos de la madrugada, yo estaba haciendo resúmenes para la facultad y escuchando música a un volumen bajo para no despertar a los vecinos, cuando golpearon la puerta de mi departamento. Abrí con desconfianza y vi a Marianela, llorando, con el cabello y la ropa empapados por la lluvia y una valija pequeña que dejó caer en el piso para abrazarme. 

Casi sin respirar, me contó que esa noche, cuando sus padres apagaron las luces de la casa, ella permaneció detrás de la puerta de su cuarto, en silencio, casi sin respirar, con el corazón agitado, esperando. Esperaba el momento en que sintiera  menos miedo, esperaba no escuchar sonidos, esperaba que bajara su ritmo cardíaco, esperaba como había esperado tantos años que la trataran mejor, que reconocieran sus sentimientos y la dejaran ser. Esperaba.

Me dijo que había estado así una hora, o dos, que había perdido toda noción del tiempo hasta que finalmente abrió lentamente la puerta de su cuarto. Me describió, entonces, cómo empezó a caminar, parando a cada instante y mirando a su alrededor. Esa madrugada,  el pasillo angosto, oscuro, de paredes descascaradas por el paso del tiempo, que separaba su cuarto de la puerta de calle, le pareció interminable, pero ella seguía avanzando hacia su destino. 

Salió a la ancha avenida de tierra y caminó en la oscuridad los dos kilómetros hasta llegar a la ruta, donde se apostó en la banquina esperando que pasara alguien que la llevara a su destino. Y ahí estaba, mirándome con sus ojos negros cubiertos de lágrimas y una amplia sonrisa.

La abracé, me empapó la ropa, nos reímos, nos abrazamos de nuevo y nos fundimos en un beso que hoy recuerdo como interminable. La vida, años después, nos separó, pero abrimos la puerta a un mundo prohibido, perseguido por la sociedad en general, y empezamos a vivir.