Manos de tierra
Del motor comenzó a salir humo blanco. Julio
hizo un movimiento brusco con el volante para esquivar una piedra pero no pudo.
El neumático delantero izquierdo se pinchó.
Entonces frenó, se bajó del auto, levantó el
capó y empezó a mirar el motor de un lado al otro como si estuviera tomando
fotografías con sus ojos. ¿A quién engañaba? Si no sabía nada de mecánica.
El viento soplaba cada vez más fuerte, por
lo que tenía que entrecerrar los ojos; sin embargo a lo lejos divisó un bulto
que se acercaba por el camino de tierra.
Era un auto pequeño, blanco, que levantaba
una sofocante polvareda tras de sí. Julio se paró en el medio del camino y
comenzó a agitar los brazos por sobre su cabeza. El auto que venía en dirección
contraria detuvo su marcha y el conductor bajó sonriendo.
El polvo cubría la escena pero Juan ya había
visto que era su amigo quien pedía auxilio al otro lado del camino.
Recién cuando estuvo a cinco metros de Julio,
éste lo reconoció y lo saludó con un abrazo que pareció interminable. Hacía siete
meses que no se veían.
Caminaron hasta el auto averiado y tras
observar en forma genérica Juan le pidió a su amigo que abriera el baúl para
tomar herramientas.
Entonces lo vio. Debajo de los destornilladores
y a la izquierda de la rueda de auxilio estaba el álbum verde, ese que
compilaba las fotografías tomadas por Julio y que alguna tarde habían acomodado
juntos.
En pocos segundos la cabeza de Juan fue una
catarata de recuerdos. Abrió el álbum y vio la primera fotografía. Esos ojos
negros de pupilas penetrantes que se clavaban en cualquier objeto. Era el niño
que tantas veces se había presentado en sus sueños. Ojos tristes, ojos
cansados.
Juan los miró fijo y sus ojos se volvieron
uno con los del niño. Hacían juego con la remera a rayas, sucia, carcomida; los
pantalones cortos y las rodillas raspadas.
Cuando Juan miró su remera contó las manchas
o intentó contarlas, pues mientras estaba enfrascado en la tarea sintió que su
madre lo tomaba de la mano y empezaban a caminar.
No
sabía hacia dónde, pero caminaban junto a un grupo de personas con rostros
apesadumbrados.
Algunos llevaban bolsos; otros, las manos
vacías. Pero todos parecían dispuestos a llegar a algún lado, a conocer su
destino.
Juan apuraba el paso al mismo tiempo que
observaba a su alrededor. Algunos niños iban jugando entre sí e intentaban
correr más allá del grupo, pero de inmediato sus padres los llamaban para que
no se alejaran.
Cuando él intentó separar su mano de la de
su madre, ésta lo apretó más fuerte y le tiró del brazo. Él la miró, pero la
angustia que se reflejaba en el rostro de ella hizo que no pronunciara palabra
alguna.
Sayula había quedado a dos kilómetros de
distancia y el viento se hacía sentir al mismo tiempo que los árboles iban
desapareciendo poco a poco del paisaje.
Los hombres discutían entre sí, acalorados y
gesticulando con sus brazos, los más ancianos iban en el medio del grupo como
protegidos por el resto, de tanto desierto y tanto sol.
A medida que avanzaban el calor aumentaba.
Juan empezó a transpirar. Con la mano que tenía libre sacó un pañuelo blanco
del bolsillo de su bermudas y se lo pasó
por la frente. Ese gesto fue como una revelación.
Fue en ese instante cuando pareció comprender
hacia dónde iban y porqué. Y entonces se olvidó de los juegos, y se propuso
llegar entero. A pesar de las llagas que se le
formaban en las plantas de los pies.
Caminó sin quejas, mostrando fortaleza,
acompañando al grupo y animándolos a seguir cuando las fuerzas parecían faltar.
De pronto uno de los del grupo señaló el horizonte. A lo lejos se
divisaban formas agrupadas. No se distinguía qué era pero eran las primeras
sombras tras doce kilómetros transitados.
La mayoría comenzó a mostrar nerviosismo.
Apuraron el paso a pesar del cansancio acumulado y las sombras parecían
acercase cada vez más.
Las gargantas resecas y la piel ajada no eran impedimento para llegar. A medida que
se acercaban aquellas lejanas siluetas cobraban altura. Entonces Juan imaginó
frondosos y verdes árboles para trepar a pesar de sus rodillas raspadas.
Caminó durante unos segundos con los ojos
cerrados, deseando que hubiera pasto que cubriera el terreno, perros jugando y
un arroyo estrecho y limpio que se pudiera cruzar de un gran salto.
Mientras imaginaba esto, un ruido lo trajo a
la realidad. Era Julio que, tras colocarle agua al radiador como él le había
indicado, estaba poniendo en marcha el auto.
Luego de dos o tres intentos el vehículo
arrancó. Juan esbozó una sonrisa y al comprobar que, no sabía muy bien en qué
momento, ya había cambiado el neumático averiado por el de auxilio, dejó las
herramientas nuevamente en el baúl. Miró
otra vez la portada del álbum y saludó a su amigo que estaba listo para
continuar el trayecto. Sin embargo Julio sacó las llaves, fue hacia el baúl y tomó el álbum verde.
Los dos se sentaron bajo el único árbol en
cien metros a la redonda y terminaron de ver juntos las fotografías.
Los
recuerdos de la militancia en el Instituto Indigenista estaban latentes. Cada
foto contaba una historia diferente, a través de los rostros, de la expresión
de las miradas, de las manos resecas y las vestimentas gastadas.
La sabiduría que le había transmitido
su madre, aquellas convicciones y valores que siempre había admirado, eran los
pilares del amor por los suyos: los humildes.
Juan sintió la grandeza de cada uno de los
retratados y recordó el sacrificio que habían hecho reclamando lo suyo,
excluidos, marginados, enajenados en su propio territorio.
Personas
que habían transitado la vida luchando por una parte digna de terreno y habían
muerto sin poder ver a los suyos en paz. Por eso él pensaba que sólo son
superiores a los vivos, los que están bajo tierra. Es bajo tierra donde la grandeza perdura para
siempre.
Los dos
amigos siguieron recordando historias sin darse cuenta de que el sol ya estaba
cerca del horizonte. No sabían cuánto tiempo habían estado allí sentados pero era
la hora de despedirse.
Se abrazaron
una vez más y prometieron no dejar pasar tantos meses sin verse. Julio se paró
primero y se dirigió al auto. Tras guardar el álbum, se dio vuelta para
observar a su amigo.
Antes de
levantarse, Juan posó la
palma derecha sobre el suelo reseco cerró el puño tomando un cúmulo de polvo y
levantando apenas unos centímetros el brazo, lo dejó escurrir entre los dedos
mientras el viento se llevaba la tierra hacia el llano.
Ficción sobre Juan Rulfo.