domingo, 14 de febrero de 2016

Somos como caballos en un campo alambrado, tenemos espacio para correr pero no el suficiente.

miércoles, 10 de febrero de 2016

Ojos claros


Ojos claros


   Todas las tardes de sol, a las dieciséis, cruzaba la plaza central rumbo al zoológico. En el pueblo lo llamaban el loco Oscarcito. Era alto, delgado, morocho, ojos color miel, rengo de la pierna derecha y aparentaba unos treinta años.
   El impacto por el suicidio de su padre, el cáncer de su madre y los maltratos constantes por parte de su tío, habían provocado en él un retraso mental notorio. Era un niño encerrado en el cuerpo de un adulto.
   Oscar tenía fascinación por los animales. Si embargo, el que más le atraía era el jaguareté. Por eso, cada tarde de sol, a las dieciséis, cruzaba la plaza central del pueblo, rumbo al zoológico.
   Para llegar caminaba alrededor de quince cuadras, mientras hacía una leve reverencia con la cabeza, a cuanto se le cruzara. Con la mirada ausente avanzaba a paso lento hasta que llegaba a la puerta enrejada del Zoológico.
   Allí se detenía a contar las rejas y a leer en voz alta las palabras forjadas en hierro que estaban en la parte superior de la puerta de entrada: “Zoológico Municipal”. Luego ingresaba, se frenaba frente a la garita de los cuidadores y los saludaba posando sobre la sien, la punta de los dedos de su mano derecha, estirada.
   Los cuidadores lo saludaban como si fuese uno más entre ellos y Oscar, con una sonrisa, transitaba por uno de los caminos de ripio,  y se sentaba en el banco que estaba ubicado justo enfrente de la jaula del jaguareté.
   Se acomodaba con paciencia en aquel asiento hecho de tablas de madera, sabiendo que iba a estar varias horas. Se apoyaba en el respaldo curvo, posaba el brazo derecho en el borde y extendía sus largas piernas, cruzándolas una sobre otra.
   En la otra margen del camino, el jaguareté lo observaba desde su jaula con sus ojos claros. Recostado sobre la tierra reseca, con la cabeza apoyada entre sus patas delanteras.
   Y los dos se quedaban inmóviles varios minutos observándose. Cada uno clavaba la mirada en el otro.
   Oscar admiraba  los ojos del jaguareté. Algo rasgados, con el párpado inferior marcado de negro, como si estuviese maquillado con un delineador. La pupila, un punto negro, casi imperceptible, y ese color miel que tanto se asemejaba al color de los ojos del loco Oscarcito.
   Y allí, ante la mirada burlona del público que iba y venía por el lugar, él hablaba con el animal. Sus palabras eran incongruencias, una tras otra, acompañadas de gestos dirigidos al felino.
   Éste, pasaba la mayor parte del tiempo recostado. Se limitaba a levantar la cabeza, jadeaba sacando la lengua y en un movimiento que parecía abrupto volvía a apoyarla  en el suelo, como si se le cayera. El paso de los años y el encierro lo habían transformado en una bestia inactiva.
   Tendido al sol, cerraba los ojos, los volvía a abrir y observaba a Oscar. Según lo iluminaban los rayos de luz, el pelaje se veía amarillo o naranja, resaltando las manchas negras que el loco conocía de memoria.
   Del lado derecho del lomo, había dos que le llamaban la atención. Una, era un cuadrado perfecto, con tres pequeños círculos que formaban los vértices de un triángulo; la otra, era un cuadrado sin vértices, con una línea negra  en el medio.
   Durante las horas que el loco pasaba allí sentado, repasaba las manchas de la bestia con la vista. Y uno de los momentos que más disfrutaba era cuando el jaguareté se echaba sobre el otro costado, y podía ver la que se destacaba en su lado izquierdo.
   Era una sucesión de rayas negras que formaban un rombo vertical, con múltiples puntos negros en su interior. Cada vez que Oscar veía esa mancha, sonreía mostrando sus dientes y se quedaba así, durante varios minutos.
   Los niños que pasaban por el lugar, lo miraban sorprendidos ante tal sonrisa. Pero él sólo pensaba en el jaguareté haciendo caso omiso de las miradas. Y lo recorría una y otra vez con la vista, mientras continuaba pronunciando incongruencias.
   El animal, también parecía indiferente a toda persona que se acercara a la jaula. Incluso, ni los gritos de los niños generaban que moviera siquiera un músculo.
  Recién cuando el sol empezaba a ponerse y el público se iba del lugar, el jaguareté, sin dejar de mirar al loco, se paraba, estiraba sus patas delanteras y bostezaba.
   Era en ese momento, cuando Oscar, imitándolo estiraba sus brazos, se desperezaba y caminaba hacia la jaula. Inclinando su espalda, fijaba los ojos en los de la bestia y ambos se observaban, imperturbables. Y así, el loco se despedía hasta el día siguiente.
   Una tarde por año, sólo una, él cambiaba el horario de la rutina y se dirigía al zoológico una hora antes de lo acostumbrado.  Es que cada veintidós de diciembre, el jaguareté cumplía años. Entonces Oscar  recorría la plaza del pueblo llevando una bolsa con un fémur de vaca, rodeado de carne, cruda.
   Tras hacer el ritual de contar las rejas de la puerta de entrada y leer en voz alta las palabras forjadas en la parte superior, entraba al Zoológico y avanzaba, por el camino de ripio, hasta la jaula del animal. Entonces  tiraba el hueso por arriba de las rejas, como regalo de cumpleaños.
   El jaguareté, siempre recostado en la tierra reseca de la jaula, levantaba la cabeza, miraba el hueso, luego miraba a Oscar y volvía a apoyar su mentón sobre las patas delanteras. Y entonces el loco se iba dejando solo al animal, para que disfrutara de aquel manjar.
   Y allí quedaba el hueso, sucio de polvo. Las moscas empezaban a revolotear alrededor y a los pocos minutos un enjambre lo cubría. Lo que impedía determinar dónde terminaba el hueso y dónde empezaban los insectos.
   En su mayoría eran moscas negras y grises que depositaban sus larvas amarillas, al tiempo que producían un sonido constante y molesto con el aleteo. Al cabo de unas horas, el calor del sol podría la carne. El olor se sentía por los alrededores de la jaula y las moscas no paraban de zumbar.
   Cuando la putrefacción iba en aumento, los visitantes de zoológico empezaban a quejarse del olor y a taparse las narices con sus manos. Uno de los cuidadores se acercaba a la jaula, llaves en mano, la abría y retiraba el hueso putrefacto que terminaba en la bolsa para residuos.
   Al día siguiente, cuando el loco Oscarcito se sentaba en el banco de madera, se daba cuenta de que el hueso no estaba. Entonces sonreía creyendo que el jaguareté se lo había devorado con sus enormes dientes.
   Y, una vez más, se dedicaba a observar al animal durante horas. Éste, con su acostumbrada pesadumbre, se limitaba a realizar algún movimiento con la cabeza. A veces la levantaba de cara al sol, lo que provocaba más brillo en sus ojos claros y se quedaba medio dormido, así, con la cabeza en el aire.
   Oscar le hablaba, recordando el día en que lo había conocido, hacía veinticinco años, de la mano de su padre. Ese día fue el inicio de sus constantes visitas y el último que vio a su progenitor. La visita al zoológico había sido la despedida, para luego suicidarse esa misma noche.
   Mientras el loco hablaba y gesticulaba, el jaguareté se levantó para desperezarse. Y Oscar hizo lo propio, ya era la hora en que se ponía el sol, hora de retirarse.  Así que se levantó de su asiento, se acercó a la jaula y saludó al jaguareté, como siempre lo hacía, prometiendo regresar al día siguiente.
   Los que pasaban por alrededor de la jaula, sin detenerse, comentaban por lo bajo, burlándose de la obsesión que tenía Oscarcito. El jaguareté era parte de su vida, y él era su fiel compañero. La bestia estaba en esa jaula sólo para él.
   Mientras lo miraban de reojo, murmuraban y sonreían. Porque a ellos les causaba gracia ver al loco del barrio en el zoológico, todos los días, sentado en aquel banco de madera, durante horas, frente a una jaula vacía.